VISLUMBRES
PRELUDIOS DE LA CONQUISTA
Capítulo 46
Profr. Abelardo Ahumada González
UNA INTERESANTE REVELACIÓN.
Los hallazgos documentales que realizó don Francisco del Paso y Troncoso fueron (y siguen siendo) importantísimos para el conocimiento de lo que sucedió durante el virreinato, y originalmente se publicaron bajo el título: “Papeles de la Nueva España”, entre los que aparecen numerosos testimonios que algunos conquistadores del siglo XVI y pobladores de ese mismo siglo y del siguiente expresaron (con frecuencia ante escribanos públicos), sobre los hechos en que cada uno de ellos participó, o sobre los que les tocó ver u oír. Aparte de una muy considerable colección de descripciones geográficas, podríamos decir, de antiguos pueblos prehispánicos que hacia finales del primer siglo de la conquista ya habían sido cristianizados. Todo ello sin dejar de mencionar un cúmulo gigantesco de cartas que muchos de aquellos conquistadores y colonizadores enviaron a la Península, y que, cuando finalmente fueron publicadas (ya muerto don Francisco del Paso), aparecieron como el “Epistolario de la Nueva España”.
Lamentablemente, cuando los referidos “Papeles” se publicaron en 1905, no tuvieron inmediata repercusión, no sólo porque en el México porfirista la inmensa mayoría de la población era iletrada, sino porque a la minoría más o menos ilustrada que había por entonces como que no le interesó acceder a tan gigantesca colección de documentos y, bueno, como pasa muchas veces con ese tipo de libros, fueron muy pocos los ejemplares que se vendieron, y el resto fueron a “dormir el sueño de los justos” en el Archivo General de la Nación, en las bibliotecas de unos cuantos Seminarios y Universidades, o en las “librerías de viejo”, en donde eventualmente siguen apareciendo todavía hoy, a precios inaccesibles.
Pero como quiera que todo eso haya sido, algo que sí provocaron fue que otros “ratones de biblioteca”, y otras “ratas de archivos”, como despectivamente se les dice a veces a los investigadores, se pusieran a indagar en ellos y, siguiendo el ejemplo de don Francisco del Paso, encontraron después, otros documentos similares o complementarios que acrecentaron el acervo original.
En ese contexto, un día equis el Dr. Jesús Figueroa Torres tuvo acceso a algunos de los referidos “Papeles de la Nueva España” y encontró, como dije al finalizar el capítulo anterior, los testimonios de unos ancianos indígenas de “Xacona, Chilchotla y Pátzcuaro”, quienes habiendo sido entrevistados entre 1579 y 1580, dijeron que, cuando estaban sujetos al Cazonci de Mechuacan, “salían a la guerra contra los de la provincia de Colima, que era grande, y con los de la provincia de Amula, y otra provincia que dicen Ávalos”.
La expresión que resalto con letras negritas constituyó para mí toda una revelación, puesto que su contenido me puso enfrente de unos ancianos indígenas que no sólo recordaban el hecho de que sus padres y abuelos habían ido a pelear contra la gente de Colima, forzados por el Cazonci, sino que explícitamente manifestaron que dicha “provincia era grande”.
Por aquellos días yo ignoraba, sin embargo, cuál era la “provincia de Amula”, y dónde se podría ubicar “la provincia de Ávalos”, y eso me obligó a indagar, habiéndome enterado prontamente que Amula fue un pueblo situado casi en las faldas del Nevado de Colima, que controlaba a la mayoría de los demás pueblos indígenas de lo que hoy conocemos como El Llano Grande, y que no es otro escenario más que el que describió nuestro querido y admirado Rulfo, en su libro de cuentos “El llano en llamas”: lo que equivale a decir, Copala, Apulco, Tolimán, Tuxcacuesco, Zapotitlán, Teutlán y otros que ya desaparecieron. Mientras que los de la provincia de Ávalos venían siendo los circundantes de las lagunas de Zapotlán, Sayula y Zacoalco, vale decir: Atoyac, Techaluta, Amacueca, Usmajac y otros que ya desaparecieron.
DE SORPRESA EN SORPRESA.
Motivado, pues, por aquella “revelación” estuve algunas semanas investigando y, entre octubre y noviembre de 1994, publiqué en el Diario de Colima un resumen de los apuntes que logré reunir. Pero como no sabía qué gentilicio podría usar para referirme a nuestros ancestros indígenas, titulé a esa serie de artículos como “Los Pre-Colimotes”.
Para mi sorpresa, varios de mis muy honorables, admirados y respetados compañeros de la Sociedad Colimense de Estudios Históricos los estuvieron leyendo, y el día en que se verificó nuestra siguiente asamblea mensual, me felicitaron por su contenido y me alentaron para continuar con la investigación. Quedando más sorprendido aun cuando, al final de aquella asamblea, estando ya en el cotorreo informal que solíamos hacer en el amplísimo comedor de la casa de la familia Vázquez Lara (pues el padre Florentino, de los mismos apellidos, era nuestro presidente entonces), el maestro Genaro Hernández Corona, se acercó a mí para con su muy educado modo de hablar, invitarme a ir a su casa en la primera oportunidad que tuviera.
Yo había sabido, por comentarios de mis grandes amigos, Hugo Alberto Gallardo Virgen y Elías Méndez Pizano (quienes fueron mis padrinos para ingresar a dicha sociedad), que el maestro Genaro tenía, en su muy nutrida biblioteca, la más amplia colección de libros y documentos de Colima que un particular pudiera tener. Pero que nuestro compañero era celoso y no permitía que cualquier gente entrara a ella. Así que, picado por la curiosidad, una mañana me planté frente a la puerta de su casa (por la calle Guerrero, a menos de dos cuadras de la que había sido de doña María Ahumada de Gómez, sitio en donde a instancias del maestro Genaro nació la SCEH), toqué el timbre y me anuncié ante la persona que abrió la puerta.
Inmediatamente me pasaron a un amplio recibidor en el que lo primero que vi fue varios rimeros de libros y varios alteros de folders que contenían una gran cantidad de documentos fotocopiados, en los que a veces sobresalían partes de páginas que parecían estar escritas en árabe, pero que resultaron ser copias de manuscritos del siglo XVI que, previo pago en dólares, don Genaro había mandado traer desde el Archivo de Indias, en Sevilla, o que él mismo trajo en un viaje que realizó hacia tan lejanas tierras, llegando, según me platicó después, hasta Medellín, tierra en donde nacieron Hernán Cortés y su alguacil mayor, Gonzalo de Sandoval, responsable de la conquista de Colima.
Sobra decir que, tomando en cuenta los antecedentes que mis compañeros me aportaron sobre la personalidad del maestro Genaro, entendí que me estaba dando un trato especial, y por supuesto que íntimamente lo valoré.
La plática duró casi dos horas y se encaminó por diversos rumbos, pero como comenzaron a llegar los nietos y los hijos del profesor de las escuelas a donde asistían, consideré que ya debía retirarme y se lo hice notar: “Espéreme un momentito – me dijo-, tengo algo para obsequiarle a usted”.
Subió entonces hacia su biblioteca (a la que en efecto no me invitó a pasar) y bajó con tres volúmenes en sus manos: “Estos tres libros son parte de una edición más reciente y un poco más completa de Los Papeles de la Nueva España, a los que hizo referencia usted en el escrito que publicó el domingo pasado, en el que habló de mi compadre, el Dr. Jesús Figueroa Torres. Y quiero obsequiárselos de corazón”.
“¡Chín! – dije entre mí- ¡Esto sí que es un milagro!”
– Oiga, maestro, pero estos volúmenes deben ser muy valiosos, me da pena que se quiera usted desprender de ellos, le repliqué.
– Usted no se preocupe. El día en que los vi decidí comprar dos ejemplares de cada uno, y me dará mucho gusto que usted los tenga y los aproveche.
Le di las gracias y me fui a mi casa feliz.
Los tres tomos de los que estoy hablando son el 5, el 8 y el 9 de la colección que se conoce con el título genérico “Relaciones Geográficas del Siglo XVI”. Fueron editados por el genial investigador y lingüista guatemalteco René Acuña, y publicados respectivamente por la UNAM en 1985, 1986 y 1987. Y de los que el primero habla de las relaciones del Obispado de Tlaxcala; mientras que el segundo corresponde a las del Arzobispado de México y el tercero a las del Obispado de Michoacán.
Nuevas pistas, pues, ya estaban en mis manos, pero las más cercanas seguían siendo fuentes michoacanas, así que, sin desdeñarlas, me volví a preguntar si no habría, por decirlo así, alguna “Relación de Colima” y, para mi buena suerte, recordé que varios años atrás, en 1988, para ser exactos, Ernesto Terríquez Zámano había hecho una segunda publicación de la “Relación Sumaria de la visita que hizo en Nueva España a doscientos pueblos (de la Provincia de Colima)”. Pero como dicho documento no aborda el tema de la Guerra del Salitre ni se refiere a los conflictos que tuvo el cazonci con el “rey” de Coliman, lo volví a poner en su sitio, y me fui a buscar a José Miguel Romero de Solís, director entonces del Archivo Histórico del Municipio de Colima, para exponerle mis cuitas. Él me escuchó con atención y, sin decirme nada, se levantó y salió de su oficina, regresando al poco tiempo con un fascículo de la colección “Pretextos” que dicho archivo edita. Luego se sentó y me dijo: “No hay, hasta donde sabemos, ninguna Relación de Colima, equiparable a las de Tlaxcala y Michoacán que ya tienes, pero sí hay otras que fueron recogidas en algunos pueblos que indudablemente en alguna época formaron parte de la Provincia de Colima, o tuvieron muy cercana relación con ella, y me refiero a “Las Relaciones de la Provincia de Amula, que son éstas que te quiero regalar”.
TESTIGOS DE PRIMER ORDEN.
Esa misma tarde empecé a hojear el fascículo que les menciono, y lo que en primer lugar atrajo mi atención fue que, al inicio del mismo, José Miguel insertó un iluminador prefacio en el que explica que todas esas “relaciones geográficas”; más las que recopiló don Francisco del Paso y Troncoso y las que anexó y publicó René Acuña, fueron escritas gracias a que, un buen día de 1577, los integrantes del Real Consejo de Indias, en Sevilla, llegaron a la conclusión de que era necesario contar con una información fresca, sistemática y bien organizada de los territorios que hasta esa época había logrado conquistar el Imperio Español en ultramar. Conclusión que los habría llevado a tomar un acuerdo trascendental: el de solicitarle a Felipe II su venia para que diera su real orden para que en todas las poblaciones de sus gigantescos dominios fuera aplicado, a los nativos más viejos y conocedores de cada pueblo o provincia, un extenso cuestionario de 50 preguntas que tenían el propósito de acopiar el mayor número de datos que sobre dichas áreas se pudieran recabar, y que irían desde el nombre de cada pueblo, la región en donde se hallaba, sus límites o fronteras, su clima o temperamento, hasta saber qué idioma hablaban sus habitantes, que comían, como vestían, cómo construían sus viviendas, con qué pueblos tenían guerra, cómo se gobernaban, etc. Luego añadió el cuestionario completo, y advirtió muy claramente que él mismo paleografió las relaciones de “Zapotitlán, Tuxcacuesco y Cuzalapa”, señalando que dichos pueblos, más los que ellos “tenían sujetos” conformaban la Provincia de Amula, cuyo territorio no es otro más que el del Llano Grande que ya mencioné y otros rincones vecinos, entre los que habríamos de incluir también el actual San Gabriel, Tonaya y Cuauhtitlán, Jalisco. Una provincia que desde “entonces y hasta ahora ha tenido fuertes lazos con Colima”, como lo demuestra el hecho de que, cuando ya casi al final del siglo XIX se erigió la diócesis y obispado de Colima, casi la totalidad de esos pueblos quedaron incluidos dentro de sus linderos.
Otro elemento importantísimo que menciona José Miguel es que todos esos cuestionarios fueron impresos y enviados (por copias) a todos los virreyes, gobernadores, corregidores o alcaldes mayores de aquella época, con la instrucción de que fueran distribuidos en sus respectivas jurisdicciones, y aplicados mediante curas, religiosos, alguaciles o personas ilustradas que pudiesen leer y escribir, utilizando intérpretes en donde fuera necesario. Debiendo cada uno de ellos señalar muy claramente, “en hoja aparte” cuándo, dónde y a quiénes fueron aplicadas dichas preguntas, y quiénes participaron en la pesquisa y la redacción de “las memorias” resultantes, etc.
Me llevé algunas horas para tratar de entender los contenidos de las tres relaciones trabajadas por José Miguel, porque por aquellos días no estaba familiarizado yo con la lectura de documentos redactados en el siglo XVI, y constantemente tenía que hacer uso de una antigua versión del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, para salir de aquellos iniciales apuros. Pero el esfuerzo valió mucho la pena, porque cuando finalicé la lectura me quedaron muy claros algunos puntos: el primero, que los cuestionarios fueron aplicados durante julio y agosto de 1579, puesto que la certificación oficial de las memorias resultantes trae fecha del 22 de agosto de ese año, “en Zapotitlán, una de las cabeceras de la Provincia de Amula”.
El segundo fue, que “los alcaldes y los señores principales” de Zapotitlán, Tuxcacuesco y Cuzalapa designaron a seis ancianos (dos de cada lugar) para que dieran respuesta a las cincuenta preguntas, por considerar que no sólo eran los más entendidos sobre aquellos temas, sino “los más antiguos de esa provincia”, cuyas edades oscilaban, desde los 78 años del más joven, hasta los “120, poco más o menos”, que tenía el más viejo.
Y el tercero ya fue una reflexión que saqué de eso: que, siendo esos seis señores de las edades ya mencionadas, nacieron bastantes años antes de que iniciara la conquista española, y que, por lo mismo, no sólo fueron testigos de lo que aconteció durante dicha conquista, sino del último intento que el cazonci Zuangua habría realizado con similares propósitos durante el ya varias veces mencionado año de 1510. Año en el que, según los historiadores que estuve citando en los dos capítulos anteriores, habría concluido la famosa Guerra del Salitre, tras la intervención bélicamente exitosa del llamado Rey de Coliman. Teniendo constancia, además, de mucho de lo que había ocurrido en la región desde 1510 hasta 1789, año en el que respondieron al referido cuestionario.
Así, pues, yo estaba ante testigos de primer orden. Pero sobre lo que dijeron voy a tener que hablar hasta el capítulo siguiente.
1.- Figurilla de un guerrero colimeca, localizado por un arqueólogo de INAH-Colima, en una tumba de tiro.
2.- Dibujo representando al iniciador de la supuesta “Guerra del Salitre”. Padre del cazonci Zuangua, quien sería el último que atacó la región lacustre de la antigua provincia de Xalisco.
3.- Importantísimos testimonios indígenas aparecen en este volumen publicado en 1987.
4.- El maestro Genaro Hernández Corona (izquierda) me regaló ese libro. Aquí aparece con nuestros queridos amigos y compañeros, hoy ya difuntos: Elías Méndez Pizano (centro) y Florentino Vázquez Lara Centeno (derecha).
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