LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA
Viene de la anterior...
LIBRO CUARTO, CAPITULO SÉPTIMO, Concluye
(Del 27 de abril, a los primeros días del mes de agosto de 1927)
EL ADIÓS SUPREMO A LOS HÉROES CAÍDOS
Recogidos los cuerpos exánimes, fueron conducidos a Zapotitlán, Jal., y colocados así, en aquel estado, en un pequeño cuarto de la casa que al llegar les había servido de cuartel; porque el sobresalto y el temor de un nuevo ataque eran tan grandes, que no se pensó sino en activar su sepultura.
Tan chica estaba aquella estancia, pobre y desmantelada hasta el extremo, que, puestos los cadáveres en el suelo, en hilera y uno al lado del otro, casi la llenaban y no quedaba libre sino un pequeño espacio, a los pies.
Jamás había visto una multitud tan llena de amargura. La angustia de la huida de Caucentla era muy inferior a ésta. Nunca, en ninguno de los combates, habían muerto tantos como en aquel día; nunca las víctimas habían excedido de tres o cuatro.
La muerte de un libertador era la muerte de un hermano, pues así se consideraban y se querían, y en este triste día no eran simples guerreros los que allí estaban muertos y despedazados; eran Natividad, el jefe que tanto estimaban, y ocho de los más valerosos, pertenecientes al núcleo primitivo y principal.
La multitud invadió en un momento el frente de aquella casa; todos pugnaban por ver, al menos por un momento, los despojos venerables de los héroes cristianos.
Abriéndose paso y llevando en sus brazos a sus hijos, llegaban desoladas las esposas y las madres hasta los pies yertos de las víctimas, y allí, de rodillas, mujeres Y niños, haciendo entre sus manos aquellos pies helados, sucios y ensangrentados, ponían sobre ellos su cara bañada en llanto, como si quisieran con sus besos y el calor de su alma, infundir nueva vida a esos seres queridos ...
Muchos, aun de los simples circunstantes, los besaban también con veneración. Todos lloraban: con recio llanto los niños; con grandes y amargas lágrimas las mujeres, y los hombres, también con los ojos enrojecidos, sentíamos despedazado el corazón.
Pero entre las lágrimas se elevaban al cielo continuas plegarias, la multitud rezaba a una voz, y el himno bendito de sus horas de fervor religioso y de esperanzas resonaba también en dramático contraste:
¡Tú reinarás! Este es el grito
Que ardiente exhala nuestra fe:
Tú reinarás, oh Rey bendito,
Pues Tú dijiste: Reinaré.
Concluye libro 4 capitulo 7
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