VISLUMBRES
PRELUDIOS DE LA
CONQUISTA
Capítulo 10
Profr Abelardo Ahumada González
EL CASO DE “LOS INFORMES PERDIDOS”.
En el transcurso
de la semana, uno de los lectores que tuvo acceso al Capítulo 9 me preguntó que
cuáles habían sido los espacios arqueológicos de las “fases Comala y Colima”
que estudió la doctora Isabel Kelly, y como la pregunta coincide con el tema
que en este momento estamos revisando, quiero comentarle a dicho lector (y a
los demás que tal vez se hayan quedado con alguna duda similar), que en su
libro “Secuencia Cronológica de Colima: Capacha una fase temprana” (traducido
y publicado por Ernesto Terríquez Zámano en 2002), la antropóloga no hace una
sola mención sobre los sitios excavados en dichas fases, como sí lo hace en
relación a Capacha, Ortices y Chanal.
Y me parece entender
que esto último se debe a que como el tema central de su libro son las observaciones
que hizo (y las conclusiones a las que llegó) sobre el “complejo Capacha”, todos
los detalles inherentes a las otras fases o complejos de Colima, debieron de
haber quedado en los informes que presentó a las instituciones que la
sostuvieron durante las temporadas en que estudió esos sitios. Informes de los
que hasta el momento no he podido conocer ninguno.
Tengo, sí, los
mapas y algunas páginas de las exploraciones hechas en el “área
Tuxcacuesco-Zapotitlán”, entre 1941 y 1943, y el informe completo de Capacha,
que abarca de 1966 a 1973, pero carezco de los demás.
Sin embargo, como
en su informe sobre Capacha presenta una especie de resumen de lo hecho en las
exploraciones intermedias, de algún modo puedo asegurar que es a ella (y a las
universidades y fundaciones que financiaron sus expediciones) que se deben las primeras
dataciones de las piezas que fueron sometidas a las pruebas del radiocarbono, y
que a la postre sirvieron para establecer “la secuencia cronológica” de los
sitios correspondientes al “Colima central”, que ella menciona.
Por otro lado,
como desconozco la mayor parte de lo que los arqueólogos del INAH hayan podido
hacer en cuanto corresponde a dichos asuntos, ya sólo comentaré algunos datos
más, que me servirán como referente para volver al tema fundamental de este
trabajo:
En la
Introducción del libro que estoy reseñando hay un comentario de la doctora
Kelly que me parece muy relevante: “EN MUSEOS Y COLECCIONES PRIVADAS HAY CIENTOS,
QUIZÁ HASTA MILES DE ESPECÍMENES ARQUEOLÓGICOS DE COLIMA”.
Comentario que, por
un lado, me alegra muchísimo, al enterarme de que nuestros ancestros indígenas
fueron artistas notables y muy prolíficos. Pero que me produce, por otro, una profunda
tristeza, porque a la mayoría de esas piezas nunca las vamos conocer, y nos
tendremos que conformar con ver las pocas que hay en exhibición en los pequeños
museos locales o, si acaso, conocer otras por fotos en libros especializados.
Pero como una
derivación de la frase que acabo de citar, más adelante la doctora nos da a
entender que fue el asombro que le produjeron algunas de esas piezas, lo que la
llevó a solicitar orientación para buscar otras más. Cosa que finalmente pudo
lograr tras contactarse con “don Rodolfo Baumbach (administrador de la hacienda
de La Albarradita), doña María Ahumada de Gómez, directora del Museo Regional
de Colima”, y con varias otras personas más, quienes, aparte de brindarle sus
propias opiniones, le recomendaron a otros paisanos que le servirían de apoyo como
guías y trabajadores manuales.
La doctora era
muy paciente y metódica en su labor, y como un fruto del primer recorrido que
realizó, dibujó un mapa, digamos, de la “geografía arqueológica” de Colima, que,
sin embargo, no publicó en este libro, aunque sí publicó otro relacionado,
única y exclusivamente, con todos los entierros que contuvieron materiales de
la fase Capacha, y que, contra lo que hubiésemos esperado, no fueron localizados
únicamente en las inmediaciones de dicha hacienda, en el municipio de Colima, sino
en varios otros lugares que más adelante mencionaré.
Pero, ya para
concluir este subtema, no creo que “los informes perdidos”, a los que entre
comillas hago mención, realmente estén extraviados, o no existan. Sino que
están por ahí, a la espera de que alguien los busque, en los archivos de las
fundaciones y universidades que aportaron fondos para su trabajo, o incluso en
el propio del INAH.
PIÑATAS CON VASIJAS DE TRES MIL AÑOS.
La doctora, como
ya dije, experimentó una cierta desilusión al estudiar la cerámica más bien
tosca y “nada glamorosa” de El Chanal, y aun cuando vio los montículos que allí
existían, e incluso llegó a creer que ahí hubo “un sitio con dimensiones
urbanas” y “un centro ceremonial importante”, no parece haberse sentido muy
motivada para explorar el lugar en busca de elementos arquitectónicos; tal vez,
porque llegó a escuchar (o quizá leyó), que ahí sólo había “unas ‘pirámides de
albañilería’ muy modestas”.
Pero lo que me
llama la atención es que, habiendo podido encontrar “muchas cuchillas
prismáticas de obsidiana”, tampoco parece haberle dado valor a eso, tomando en
cuenta de que en Colima no hay vetas de ese valioso cristal que nuestros
ancestros usaban como cuchillos y navajas y que, por ende, o los “chanaltecos”
(por ponerles un nombre), las fueron a conseguir por ejemplo a Tequila, donde
sí había ese material, o hubo comerciantes de aquellos rumbos que se las
trajeron a vender a éstos.
Para completar
el cuadro, ella misma platica que en 1966, cuando suponía que ya había terminado
de ver todo lo más interesante que le podría mostrar la arqueología colimota (y
cuando estaba por irse de la ciudad), equis día, el “factótum” (o “milusos”)
del hotel en donde estaba hospedándose, “le ofreció en venta unos fragmentos de
lo que evidentemente había sido una vasija monocromática grande, abierta de la
boca, acinturada y decorada con amplias líneas de incisión y puntuación”, que
no se parecía a ninguna otra de las que había visto antes, pese a que “las
colecciones de superficie [que llevaba reunidas] ascendían a varias toneladas”.
Ese “nuevo”
material le intrigó muchísimo, y aunque estuvo indagando al respecto, ninguno
de los moneros con los que tenía contacto le pudo (o le quiso) dar un santo y
seña exacto, aunque sí le dijeron que ya habían visto (y vendido) varios
“bules” como ése.
Así que, picada
por la curiosidad, volvió en 1967, y en 1968, y sólo fue “al fin de la
temporada de” ese último año cuando, andando por los rumbos de la ex hacienda
de Buenavista, en el municipio de Cuauhtémoc, Col., volvió a preguntar sobre
los mentados “bules” de barro y, “los residentes reunidos estallaron en risas
[…] porque algunos años antes, varios de los presentes habían colaborado en
saquear una cementerio cercano […] en el que se hallaron varios de esos ‘bules’
que [tal vez por no ser conocidos] no tuvieron valor en el mercado”.
Siendo por eso
que -continúa diciendo-, algunas de aquellas “VASIJAS FUERON QUEBRADAS EN EL
LUGAR O TOMADAS PARA LA CASA, PARA QUE LOS NIÑOS LAS UTILIZARAN EN NAVIDAD COMO
PIÑATAS”.
Nadie sabía, por
aquellos años, que aquellas vasijas acinturadas y con forma de bules pudiesen
ser tan antiguas y tan valiosas desde la perspectiva arqueológica, como
finalmente fueron, pero no deja de dar tristeza el hecho de saber que algunas
de aquellas vasijas hayan sido rotas a palazos en las posadas navideñas, como simples
ollas tiznadas.
EL ÚLTIMO ESLABÓN DE ESA CADENA.
Motivada por
aquel hallazgo, le volvió a preguntar a los moneros de Buenavista en dónde
estaba el cementerio al que se habían referido, y ellos le respondieron que “en
[el potrero de] El Barrigón”. Así que Kelly pidió que la llevaran. El sitio
había sido casi totalmente barrido, y sólo pudo encontrarse con un montón de
tepalcates, “un fragmento de cráneo y un bule casi completo que estuvo
presionando la cara del cadáver”.
Alentada por
eso, en 1969 volvió a Colima, recorrió los alrededores de La Capacha, encontrándose
con “una efigie de pájaro”, otro bule y más piezas quebradas.
Al analizarlas
comparativamente notó que tenían un cierto parecido con otras piezas
encontradas lejísimos de allí, en Tlatilco, al sur de la ciudad de México, y
con otras dos encontradas por un colega suyo nada menos que en Tuxcacuesco,
Jalisco. Y, al documentar esto dice que, en su mente, “Capacha comenzó a tomar
forma”.
En la temporada
de 1970 volvió a El Barrigón “pero los moneros habían agotado el sitio”. Así
que, “decepcionada, fui a Comala” para comprobar qué tan cierto era lo que le
habían dicho en el sentido de que en la hacienda de “La Parranda” se habían
encontrado un entierro con un material parecido al de “La Capacha”.
Luego de ver el
lugar se entrevistó con el dueño, pidió permiso de excavar y, ¡oh sorpresa!:
“Encontramos varios entierros con un total de 11 bules. Y eso fue
gratificante”.
Luego, otro
monero le dijo que ahí cerca, en la hacienda de La Cañada “había encontrado
alfarería similar”. Por lo que “subsecuentemente, probamos varios días en La
Cañada y fui afortunada al encontrar un [buen] número de entierros que
arrojaron luz adicional en la fase Capacha”.
Y “el último
bule que se encontró en la temporada de 1970, fue en [el rancho de] Quintero,
cerca de Caután, Ixtlahuacán, en el banco oriental del río Salado”.
Pudiendo así
probar (y comprobar) que en el territorio central de Colima hubo, desde hace
poco más de tres mil años, algunos grupos de personas muy probablemente
emparentadas entre sí, que ya eran más o menos sedentarias, que habían logrado
desarrollar una cerámica con características muy particulares y que ya tenían
algunas visiones, digamos, de carácter religioso, por cuanto que muchas de las
piezas que fueron encontradas por los moneros, y casi todas de las que la
doctora encontró por su cuenta, estuvieron asociadas con huesos humanos, en
verdaderos entierros.
Dándonos así entender que los antiguos habitantes del
Valle de Colima se cuestionaban, como seguimos haciéndolo hoy, qué hay más allá
de la muerte.
Ningún otro
arqueólogo se había referido antes a la alfarería Capacha, y aunque con
posterioridad a ella, e incluso recientemente, se han encontrado otras tumbas
con materiales de esa misma época.
A Kelly le cabe el mérito de haber sido la
primera en documentar este valiosísimo hallazgo.
Y, dentro de
este mismo contexto hay algo que la doctora también observó y que ha ocupado
después a no pocos arqueólogos y aficionados, como este redactor, a esos temas.
Me refiero a que, tras de haber analizado las piezas de la fase Capacha, y tras
de haber visto y andado trabajado en otras latitudes sumamente distintas, llegó
a una interesantísima conclusión que vale la pena citar: “CAPACHA MUESTRA MÁS
FUERTES SIMILITUDES CON EL NOROESTE DE AMÉRICA DEL SUR QUE CON MESOAMÉRICA,
exceptuando, por supuesto, a los estilos de El Opeño y Tlatilco (que son otros
dos sitios arqueológicos importantes), que, como Capacha, [tienen] un
ingrediente cultural perceptible que los liga con el noroeste de América del
Sur”.
Observación interesantísima
que más adelante espero tener oportunidad de comentar más a fondo.
ORO EN EL CHANAL
Y COBRE EN PERIQUILLO. –
Ya casi para
finalizar el capítulo anterior mencioné que “la secuencia cronológica”
establecida inicialmente por la doctora Kelly, quedaba poco más o menos así:
La fase Capacha, “de los 1870 a los 1000 años antes de Cristo”. La fase Ortices, “del 410 a. C., al 280 d. C.” La fase Comala, “desde los 300 a los 600, o 650 años después de Cristo”, y la fase Colima, “del 600 al 1100 d. C.”. Habiéndonos quedado dos pendientes: la fase Chanal, “del 1290 al 1460 después de Cristo”. Y la fase Periquillo, “de 1450 al 1600”.
Sobre El Chanal
ya se dijo algo, pero hay que resaltar aquí dos datos más: el primero, que en
El Chanal se encontró un poco de oro, y, el segundo, que aun cuando las fechas
más tardías que sus pruebas evidenciaron corresponden a 1460, ¡a poco más de
medio siglo de la llegada a Colima de los españoles!, ninguno de los
conquistadores, ninguno de los alcaldes y ninguno de los curas y frailes de la
Villa de Colima reportó la existencia de un pueblo localizado por aquellos
rumbos.
Lo que nos da la idea de que por alguna razón que desconocemos, El
Chanal súbitamente se despobló y ya nadie volvió a hablar de él, como sí, en
cambio, hablaron de un tal Molone, Almolone o Almolonia, del que asimismo nos
vamos a ocupar en el siguiente capítulo.
En cuanto al
complejo de Periquillo, realmente no es mucho lo que la doctora observó, salvo
de que se trató de un conjunto de personas que vivió “a lo largo del Armería
más bajo, entre el asentamiento moderno de Periquillo y [la desembocadura del
río] en el Pacífico”, y de otro grupo contemporáneo, “algo aislado”, pero con
similares características que habitó en las laderas “del gran cerro de Tamala”.
La alfarería de
ambos sitios es parecida también, y aunque tampoco se comparó en finura con la
de la fase Comala, tuvo su propio estilo, podríamos decir, aparte de que entre
los pocos entierros que se revisaron se hallaron algunos pequeños objetos de
cobre. Lo que nos habla de que, si en El Chanal se halló algo de oro, y en
Tamala algo de cobre, ya estaban esos dos pueblos “más acá de la edad de piedra
pulimentada”.
El otro dato que
resalta con mayor luz en los estudios hechos sobre la fase Periquillo, es el de
que las últimas piezas fechadas corresponden al año 1600. Por lo que con toda
seguridad se puede afirmar que muchas de los habitantes del cerro de Tamala y
Periquillos todavía estaban vivos después de que los conquistadores hispanos
irrumpieron en la región y se instalaron muy cerca de allí, en Caxitlan.
Aunque
de esto ya no debemos decir más, porque todavía nos falta revisar otros
interesantes detalles de “Los preludios de la conquista”.
Continuará.
1.- He aquí el
mapa de los sitios con material de Capacha que la doctora Kelly publicó en
1980.
2.- No deja de
ser tristísimo que algunas vasijas con más de 2000 años de antigüedad hayan
sido, por ignorancia, convertidas el siglo pasado en piñatas navideñas.
3. - En la fase
Periquillo, ella no lo dice, pero uno deduce que fue un pueblo de pescadores de
río y mar que vivían en esta área incluso cuando llegaron los españoles.
4.- En fechas
todavía muy recientes, los arqueólogos del INAH en Colima han encontrado otros
entierros con material de la fase Capacha.
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