martes, 1 de septiembre de 2020

Vislumbres Preludios de la Conquista Capitulo 10; Los informes perdidos

VISLUMBRES
PRELUDIOS DE LA CONQUISTA
Capítulo 10
Profr Abelardo Ahumada González

EL CASO DE “LOS INFORMES PERDIDOS”. 

En el transcurso de la semana, uno de los lectores que tuvo acceso al Capítulo 9 me preguntó que cuáles habían sido los espacios arqueológicos de las “fases Comala y Colima” que estudió la doctora Isabel Kelly, y como la pregunta coincide con el tema que en este momento estamos revisando, quiero comentarle a dicho lector (y a los demás que tal vez se hayan quedado con alguna duda similar), que en su libro “Secuencia Cronológica de Colima: Capacha una fase temprana” (traducido y publicado por Ernesto Terríquez Zámano en 2002), la antropóloga no hace una sola mención sobre los sitios excavados en dichas fases, como sí lo hace en relación a Capacha, Ortices y Chanal.
Y me parece entender que esto último se debe a que como el tema central de su libro son las observaciones que hizo (y las conclusiones a las que llegó) sobre el “complejo Capacha”, todos los detalles inherentes a las otras fases o complejos de Colima, debieron de haber quedado en los informes que presentó a las instituciones que la sostuvieron durante las temporadas en que estudió esos sitios. Informes de los que hasta el momento no he podido conocer ninguno.
Tengo, sí, los mapas y algunas páginas de las exploraciones hechas en el “área Tuxcacuesco-Zapotitlán”, entre 1941 y 1943, y el informe completo de Capacha, que abarca de 1966 a 1973, pero carezco de los demás.
Sin embargo, como en su informe sobre Capacha presenta una especie de resumen de lo hecho en las exploraciones intermedias, de algún modo puedo asegurar que es a ella (y a las universidades y fundaciones que financiaron sus expediciones) que se deben las primeras dataciones de las piezas que fueron sometidas a las pruebas del radiocarbono, y que a la postre sirvieron para establecer “la secuencia cronológica” de los sitios correspondientes al “Colima central”, que ella menciona.
Por otro lado, como desconozco la mayor parte de lo que los arqueólogos del INAH hayan podido hacer en cuanto corresponde a dichos asuntos, ya sólo comentaré algunos datos más, que me servirán como referente para volver al tema fundamental de este trabajo:
En la Introducción del libro que estoy reseñando hay un comentario de la doctora Kelly que me parece muy relevante: “EN MUSEOS Y COLECCIONES PRIVADAS HAY CIENTOS, QUIZÁ HASTA MILES DE ESPECÍMENES ARQUEOLÓGICOS DE COLIMA”. 
Comentario que, por un lado, me alegra muchísimo, al enterarme de que nuestros ancestros indígenas fueron artistas notables y muy prolíficos. Pero que me produce, por otro, una profunda tristeza, porque a la mayoría de esas piezas nunca las vamos conocer, y nos tendremos que conformar con ver las pocas que hay en exhibición en los pequeños museos locales o, si acaso, conocer otras por fotos en libros especializados.
Pero como una derivación de la frase que acabo de citar, más adelante la doctora nos da a entender que fue el asombro que le produjeron algunas de esas piezas, lo que la llevó a solicitar orientación para buscar otras más. Cosa que finalmente pudo lograr tras contactarse con “don Rodolfo Baumbach (administrador de la hacienda de La Albarradita), doña María Ahumada de Gómez, directora del Museo Regional de Colima”, y con varias otras personas más, quienes, aparte de brindarle sus propias opiniones, le recomendaron a otros paisanos que le servirían de apoyo como guías y trabajadores manuales.
La doctora era muy paciente y metódica en su labor, y como un fruto del primer recorrido que realizó, dibujó un mapa, digamos, de la “geografía arqueológica” de Colima, que, sin embargo, no publicó en este libro, aunque sí publicó otro relacionado, única y exclusivamente, con todos los entierros que contuvieron materiales de la fase Capacha, y que, contra lo que hubiésemos esperado, no fueron localizados únicamente en las inmediaciones de dicha hacienda, en el municipio de Colima, sino en varios otros lugares que más adelante mencionaré.
Pero, ya para concluir este subtema, no creo que “los informes perdidos”, a los que entre comillas hago mención, realmente estén extraviados, o no existan. Sino que están por ahí, a la espera de que alguien los busque, en los archivos de las fundaciones y universidades que aportaron fondos para su trabajo, o incluso en el propio del INAH.

PIÑATAS CON VASIJAS DE TRES MIL AÑOS.

La doctora, como ya dije, experimentó una cierta desilusión al estudiar la cerámica más bien tosca y “nada glamorosa” de El Chanal, y aun cuando vio los montículos que allí existían, e incluso llegó a creer que ahí hubo “un sitio con dimensiones urbanas” y “un centro ceremonial importante”, no parece haberse sentido muy motivada para explorar el lugar en busca de elementos arquitectónicos; tal vez, porque llegó a escuchar (o quizá leyó), que ahí sólo había “unas ‘pirámides de albañilería’ muy modestas”.
Pero lo que me llama la atención es que, habiendo podido encontrar “muchas cuchillas prismáticas de obsidiana”, tampoco parece haberle dado valor a eso, tomando en cuenta de que en Colima no hay vetas de ese valioso cristal que nuestros ancestros usaban como cuchillos y navajas y que, por ende, o los “chanaltecos” (por ponerles un nombre), las fueron a conseguir por ejemplo a Tequila, donde sí había ese material, o hubo comerciantes de aquellos rumbos que se las trajeron a vender a éstos.
Para completar el cuadro, ella misma platica que en 1966, cuando suponía que ya había terminado de ver todo lo más interesante que le podría mostrar la arqueología colimota (y cuando estaba por irse de la ciudad), equis día, el “factótum” (o “milusos”) del hotel en donde estaba hospedándose, “le ofreció en venta unos fragmentos de lo que evidentemente había sido una vasija monocromática grande, abierta de la boca, acinturada y decorada con amplias líneas de incisión y puntuación”, que no se parecía a ninguna otra de las que había visto antes, pese a que “las colecciones de superficie [que llevaba reunidas] ascendían a varias toneladas”.
Ese “nuevo” material le intrigó muchísimo, y aunque estuvo indagando al respecto, ninguno de los moneros con los que tenía contacto le pudo (o le quiso) dar un santo y seña exacto, aunque sí le dijeron que ya habían visto (y vendido) varios “bules” como ése.
Así que, picada por la curiosidad, volvió en 1967, y en 1968, y sólo fue “al fin de la temporada de” ese último año cuando, andando por los rumbos de la ex hacienda de Buenavista, en el municipio de Cuauhtémoc, Col., volvió a preguntar sobre los mentados “bules” de barro y, “los residentes reunidos estallaron en risas […] porque algunos años antes, varios de los presentes habían colaborado en saquear una cementerio cercano […] en el que se hallaron varios de esos ‘bules’ que [tal vez por no ser conocidos] no tuvieron valor en el mercado”.
Siendo por eso que -continúa diciendo-, algunas de aquellas “VASIJAS FUERON QUEBRADAS EN EL LUGAR O TOMADAS PARA LA CASA, PARA QUE LOS NIÑOS LAS UTILIZARAN EN NAVIDAD COMO PIÑATAS”.
Nadie sabía, por aquellos años, que aquellas vasijas acinturadas y con forma de bules pudiesen ser tan antiguas y tan valiosas desde la perspectiva arqueológica, como finalmente fueron, pero no deja de dar tristeza el hecho de saber que algunas de aquellas vasijas hayan sido rotas a palazos en las posadas navideñas, como simples ollas tiznadas.

EL ÚLTIMO ESLABÓN DE ESA CADENA.

Motivada por aquel hallazgo, le volvió a preguntar a los moneros de Buenavista en dónde estaba el cementerio al que se habían referido, y ellos le respondieron que “en [el potrero de] El Barrigón”. Así que Kelly pidió que la llevaran. El sitio había sido casi totalmente barrido, y sólo pudo encontrarse con un montón de tepalcates, “un fragmento de cráneo y un bule casi completo que estuvo presionando la cara del cadáver”.
Alentada por eso, en 1969 volvió a Colima, recorrió los alrededores de La Capacha, encontrándose con “una efigie de pájaro”, otro bule y más piezas quebradas.
Al analizarlas comparativamente notó que tenían un cierto parecido con otras piezas encontradas lejísimos de allí, en Tlatilco, al sur de la ciudad de México, y con otras dos encontradas por un colega suyo nada menos que en Tuxcacuesco, Jalisco. Y, al documentar esto dice que, en su mente, “Capacha comenzó a tomar forma”.
En la temporada de 1970 volvió a El Barrigón “pero los moneros habían agotado el sitio”. Así que, “decepcionada, fui a Comala” para comprobar qué tan cierto era lo que le habían dicho en el sentido de que en la hacienda de “La Parranda” se habían encontrado un entierro con un material parecido al de “La Capacha”.
Luego de ver el lugar se entrevistó con el dueño, pidió permiso de excavar y, ¡oh sorpresa!: “Encontramos varios entierros con un total de 11 bules. Y eso fue gratificante”.
Luego, otro monero le dijo que ahí cerca, en la hacienda de La Cañada “había encontrado alfarería similar”. Por lo que “subsecuentemente, probamos varios días en La Cañada y fui afortunada al encontrar un [buen] número de entierros que arrojaron luz adicional en la fase Capacha”.
Y “el último bule que se encontró en la temporada de 1970, fue en [el rancho de] Quintero, cerca de Caután, Ixtlahuacán, en el banco oriental del río Salado”.
Pudiendo así probar (y comprobar) que en el territorio central de Colima hubo, desde hace poco más de tres mil años, algunos grupos de personas muy probablemente emparentadas entre sí, que ya eran más o menos sedentarias, que habían logrado desarrollar una cerámica con características muy particulares y que ya tenían algunas visiones, digamos, de carácter religioso, por cuanto que muchas de las piezas que fueron encontradas por los moneros, y casi todas de las que la doctora encontró por su cuenta, estuvieron asociadas con huesos humanos, en verdaderos entierros. 
Dándonos así entender que los antiguos habitantes del Valle de Colima se cuestionaban, como seguimos haciéndolo hoy, qué hay más allá de la muerte.
Ningún otro arqueólogo se había referido antes a la alfarería Capacha, y aunque con posterioridad a ella, e incluso recientemente, se han encontrado otras tumbas con materiales de esa misma época. 
A Kelly le cabe el mérito de haber sido la primera en documentar este valiosísimo hallazgo.
Y, dentro de este mismo contexto hay algo que la doctora también observó y que ha ocupado después a no pocos arqueólogos y aficionados, como este redactor, a esos temas. 
Me refiero a que, tras de haber analizado las piezas de la fase Capacha, y tras de haber visto y andado trabajado en otras latitudes sumamente distintas, llegó a una interesantísima conclusión que vale la pena citar: “CAPACHA MUESTRA MÁS FUERTES SIMILITUDES CON EL NOROESTE DE AMÉRICA DEL SUR QUE CON MESOAMÉRICA, exceptuando, por supuesto, a los estilos de El Opeño y Tlatilco (que son otros dos sitios arqueológicos importantes), que, como Capacha, [tienen] un ingrediente cultural perceptible que los liga con el noroeste de América del Sur”.
Observación interesantísima que más adelante espero tener oportunidad de comentar más a fondo.

ORO EN EL CHANAL Y COBRE EN PERIQUILLO.

Ya casi para finalizar el capítulo anterior mencioné que “la secuencia cronológica” establecida inicialmente por la doctora Kelly, quedaba poco más o menos así: 

La fase Capacha, “de los 1870 a los 1000 años antes de Cristo”. La fase Ortices, “del 410 a. C., al 280 d. C.” La fase Comala, “desde los 300 a los 600, o 650 años después de Cristo”, y la fase Colima, “del 600 al 1100 d. C.”. Habiéndonos quedado dos pendientes: la fase Chanal, “del 1290 al 1460 después de Cristo”. Y la fase Periquillo, “de 1450 al 1600”.

Sobre El Chanal ya se dijo algo, pero hay que resaltar aquí dos datos más: el primero, que en El Chanal se encontró un poco de oro, y, el segundo, que aun cuando las fechas más tardías que sus pruebas evidenciaron corresponden a 1460, ¡a poco más de medio siglo de la llegada a Colima de los españoles!, ninguno de los conquistadores, ninguno de los alcaldes y ninguno de los curas y frailes de la Villa de Colima reportó la existencia de un pueblo localizado por aquellos rumbos. 
Lo que nos da la idea de que por alguna razón que desconocemos, El Chanal súbitamente se despobló y ya nadie volvió a hablar de él, como sí, en cambio, hablaron de un tal Molone, Almolone o Almolonia, del que asimismo nos vamos a ocupar en el siguiente capítulo.
En cuanto al complejo de Periquillo, realmente no es mucho lo que la doctora observó, salvo de que se trató de un conjunto de personas que vivió “a lo largo del Armería más bajo, entre el asentamiento moderno de Periquillo y [la desembocadura del río] en el Pacífico”, y de otro grupo contemporáneo, “algo aislado”, pero con similares características que habitó en las laderas “del gran cerro de Tamala”.
La alfarería de ambos sitios es parecida también, y aunque tampoco se comparó en finura con la de la fase Comala, tuvo su propio estilo, podríamos decir, aparte de que entre los pocos entierros que se revisaron se hallaron algunos pequeños objetos de cobre. Lo que nos habla de que, si en El Chanal se halló algo de oro, y en Tamala algo de cobre, ya estaban esos dos pueblos “más acá de la edad de piedra pulimentada”.
El otro dato que resalta con mayor luz en los estudios hechos sobre la fase Periquillo, es el de que las últimas piezas fechadas corresponden al año 1600. Por lo que con toda seguridad se puede afirmar que muchas de los habitantes del cerro de Tamala y Periquillos todavía estaban vivos después de que los conquistadores hispanos irrumpieron en la región y se instalaron muy cerca de allí, en Caxitlan. 
Aunque de esto ya no debemos decir más, porque todavía nos falta revisar otros interesantes detalles de “Los preludios de la conquista”.

Continuará.


1.- He aquí el mapa de los sitios con material de Capacha que la doctora Kelly publicó en 1980.
2.- No deja de ser tristísimo que algunas vasijas con más de 2000 años de antigüedad hayan sido, por ignorancia, convertidas el siglo pasado en piñatas navideñas.
3. - En la fase Periquillo, ella no lo dice, pero uno deduce que fue un pueblo de pescadores de río y mar que vivían en esta área incluso cuando llegaron los españoles.
4.- En fechas todavía muy recientes, los arqueólogos del INAH en Colima han encontrado otros entierros con material de la fase Capacha.



















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