VISLUMBRESPRELUDIOS DE LA CONQUISTACapítulo 11Abelardo AhumadaLAS ÚLTIMAS OBSERVACIONES DE LA DOCTORA KELLY.
Antes de dar término a la reseña y los comentarios que hemos venido haciendo sobre el libro en el que la doctora Isabel Kelly resumió los trabajos arqueológicos que realizó de forma alterna en Colima a lo largo de poco más de tres décadas, quiero precisar algunas de las observaciones que dejó escritas en él, y que nos darán luz para entender algunos eventos que parecen haber ocurrido en nuestra región durante los tres siglos anteriores a la llegada de los españoles. Época que es, propiamente, la que me propuse analizar en este trabajo:
Hasta este momento hemos venido tratando de compaginar algunos acontecimientos a los que así sea vagamente hacen alusión ciertos códices prehispánicos, con los datos que, por otra parte, han podido escudriñar los arqueólogos en sus indagaciones. Pero es útil señalar que los fechamientos que los arqueólogos por lo regular aportan, NO SON, NI SE PUEDEN ENTENDER COMO EL INICIO Y/O EL FIN DE UNA CULTURA EQUIS, sino como el período más o menos aproximado en el que la cultura (o el pueblo) de que se trate, surgió, se desarrolló y dejó de estar presente.
En este sentido, pues, cuando la doctora Kelly dijo, por ejemplo, que las fechas que ella obtuvo para la fase Chanal, irían “del 1290 al 1460 después de Cristo”, no quiso decir que dicho lugar estuvo habitado únicamente en ese lapso. Y nosotros debemos entender, entonces, que lo más probable es que haya sido habitado desde algunos años antes y hasta unos años, o décadas después de los señalados.
Pero a diferencia de lo que sugieren las “fechas arqueológicas”, algunos de los códices a los que nos hemos venido refiriendo, establecen fechas basadas en uno (o más) sistema(s) calendárico(s) que, por ser conocidas ya sus claves por algunos estudiosos que han dedicado sus esfuerzos a discernirlas, nos dan pie para que podamos establecer una cronología comparada con el Calendario Gregoriano, que es el nosotros utilizamos. Y así, gracias, por una parte, a los estudios de Kelly, y gracias, por otra, a las fechas que establecen dichos códices, podemos hablar con cierta seguridad del tiempo en que El Chanal estuvo, por ejemplo, “activo”. Y decir, en ese contexto, que dicho periodo coincide, o corresponde, casi totalmente, con la llegada del pueblo mexica a Chapultepec, en 1279, y con su posterior desarrollo. El cual iría, en el caso que quiero resaltar, desde que en 1325 arribaron al islote en donde habrían encontrado la famosa “señal prometida”, hasta el momento en que el Axayácatl inició su periodo de gobierno en México-Tenochtitlan, en 1469, y que concluyó en 1481.
Y me detengo a mencionar este último dato porque, tras explorar las dos principales áreas de El Chanal, y tras analizar comparativamente los materiales hallados (y comprados) en ese mismo sitio, la doctora Kelly comentó que para ella fue claro que una “influencia foránea está (o estuvo) implicada” en la construcción y desarrollo de esa antigua ciudad colimeca, y que dicha influencia se manifestó, de manera ya muy tenue, diríamos, en algunas similitudes con piezas de Tula y, ya muy claramente, en 34 “contrahuellas de piedra de la escalinata de la pirámide [principal]” que tenían “jeroglíficos aztecas”, y de entre las cuales “cinco representan a Tlaloc”.
Dato que me parece sumamente revelador, no sólo porque confirma la temporalidad, digamos paralela, entre El Chanal y los primeros siglos de México-Tenochtitlán, sino porque nos habla de que también “los chanaltecas” (por mencionarlos de algún modo), reverenciaban a uno de los dioses más importantes que los aztecas o mexicas reverenciaban también.
Por otra parte, y hablando a contrapelo de lo que al menos uno de lo que Vladimiro Rosado Ojeda había creído acerca de la pirámide de El Chanal, ella dice que NO PERCIBIÓ QUE ALLI, NI EN NINGUNA OTRA PARTE CERCANA A LA CIUDAD DE COLIMA, hubiese “indicación de [algún] encuentro cultural en general, asociado con la última ocupación tarasca”. No obstante que se tiene muy clara noticia de que al menos en dos ocasiones históricamente comprobadas, los purépechas tuvieron fuertes enfrentamientos con algunos de los pueblos tecos de Colima y sus alrededores.
Señalando la doctora Kelly que en El Chanal no hubo, “por ejemplo, montículos del tipo […] Tzintzuntzan”, ni las “elegantes y sofisticadas vasijas”, o las “miniaturas policromas” que son fueron muy comunes allá.
MOLONE, ALMOLONE O ALMOLONIA.
Pero independientemente de lo anterior, y siguiendo siempre de cerca a su maestro Carl Sauer, Kelly parece haber observado (pero no explorado) en Colima otro interesante sitio, del que veladamente habla:
“Parece poco probable que El Chanal fuera un grande, [y] operante centro nativo en el siglo XVI”. [De hecho] no fue mencionado por [el licenciado Lorenzo] Lebrón [de Quiñones y …] utilizando esa misma fuente, Sauer identificó [e hizo un mapa de los] asentamientos nativos y españoles a mediados del siglo XVI. [Notando ella que] la cercanía inmediata al norte de la Villa de Colima estaba conspicuamente vacía”. Aunque, por otra parte, muy cerca de allí, “la Suma de Visitas” (que es otro libro de aquella misma época) situaba a otra población “con el nombre de Molone”. Y que ella (Kelly) ubicó muy bien, por cuanto que, nombrada también “Almolonia”, nos dice que estaba “identificada con la moderna Villa de Álvarez, ahora mezclada con la ciudad de Colima en el noroeste […] comparativamente muy cerca de El Chanal”.
Hasta antes de que yo tuviera oportunidad de leer y releer varias veces este libro de la doctora Kelly, había permanecido en la creencia de que ella ni siquiera supo de la existencia de la mencionada Almolonia, y menos de que la hubiese ubicado en la confluencia de espacios limítrofes entre los municipios de Colima y Villa de Álvarez. Pero ahora que lo sé, quiero mencionar que, sin quitarle el mérito que ella se merece, algunos de los primeros individuos no indígenas que arribaron al antiguo pueblo de Molone o Almolonia, que desde antes de la conquista española ya estaba casi totalmente abandonado, fueron, el ya referido licenciado Lebrón, y fray Ángel de Valencia, fray Jerónimo de la Cruz y fray Honorato Franco, quienes, en febrero de 1554, fundaron, en las orillas más sureñas de aquel pueblo ruinoso, el único convento franciscano que hubo en lo que hoy es nuestra entidad, y el que, si bien, fue inicialmente conocido el Convento de San Francisco Colima, terminó siendo mencionado como San Francisco de Almoloyan, con base en la fuerza que tuvo la tradición oral.
DOS “ARQUEÓLOGOS LÍRICOS”.
En mis años infantiles y juveniles, muchas veces me tocó escuchar a los viejos de Colima decir, por ejemplo, que fulano de tal era “un músico lírico”, o que equis persona “aprendió líricamente” a realizar algunas actividades muy específicas. Dando a entender con ello, que lo que habían aprendido esas personas, no fue en las escuelas, sino por su propia cuenta, “experiencialmente”, “viendo a otros”, etc.
Y hoy quiero aprovechar esa expresión para comentar que, ya en el siglo XX, no fueron arqueólogos profesionales (nacionales o extranjeros) los primeros en explorar los vestigios de lo que fue el antiguo pueblo de Almolonia, sino, una vez más, como lo hicieron también en el caso de El Chanal, el doctor Miguel Galindo Velasco y el profesor y periodista Aniceto Castellanos, quienes, movidos por sus grandes aficiones culturales, en ambos casos funcionarios como “arqueólogos líricos”, llegando a publicar, por ejemplo, el primero, dos tomos con sus “Apuntes para la Historia de Colima”, y el segundo, los libros: “Arqueología e historia antigua de Colima”, y “Riqueza y primor de la arqueología colimense”. Libros que, si no hablan muy en concreto sobre dicho pueblo, sí hacen referencia a él.
El doctor Miguel Galindo Velasco nació en 1883 en el municipio vecino de Tonila, Jalisco, situado en la vertiente suroriental del Volcán de Colima, y por el que atravesaba el antiguo (y famoso) Camino Real. Pero lo trajeron desde muy pequeño a vivir en Colima, en donde realizó sus primeros estudios y más tarde se inscribió en el Seminario Conciliar, antes de decidirse a cursar la carrera de Medicina en Guadalajara, a donde, gracias a las muy buenas calificaciones que mostró tener, fue becado por el último de los gobernadores porfiristas de la entidad.
Galindo fue un hombre tan inquieto y multifacético que hasta se levantó en armas en contra “del mal gobierno” durante el periodo revolucionario, y anduvo combatiendo incluso en algunos lugares de Oaxaca y Morelos, antes de poder volver a su querida Colima.
Fue un notable y conocido maestro de la Normal Mixta de Colima, llegó a ser Director de Educación en el Estado, y se caracterizaba por ser un gran promotor cultural, tener una gran curiosidad por las cuestiones históricas y arqueológicas, y publicó, aparte del libro ya mencionado, un buen número de textos referidos a esos mismos temas.
Por su parte, el famoso “Maestro Cheto”, como le decían sus contemporáneos con cariño, nació en Tecalitlán, Jal., y al igual que su colega, fue otro estudiante destacado del Seminario Conciliar de Colima.
Más tarde incursionó en la Normal de Maestros, y en ambas instituciones dio clases de Filología, Gramática y otras materias. Fue director de varias escuelas locales, Inspector General de Educación, y también Director de Educación el Estado. Practicó el periodismo y fue director del primer Diario de Colima, y más tarde del Ecos de la Costa, desde su fundación en 1927.
En el sexto capítulo ya nos habíamos referido a ellos como los fundadores de la “Sociedad de Exploraciones y Estudios Arqueológicos de Colima” (SEEAC). Agrupación que, andando el tiempo, con las piezas que logró reunir, fundó el primer Museo Regional que hubo en Colima.
Pero hablando sobre la enigmática población de Almolonia, conviene saber que, después de enviudar muy joven, Galindo se fue a vivir “a principios de la tercera década” del siglo pasado, justamente “al barrio de San Francisco de Almoloya” (otro nombre que se le daba a Almolonia), en una casa que estaba situada justo al otro lado (por el costado poniente) del templo del mismo nombre, en donde ahora está la escuela primaria Ignacio Manuel Altamirano.
Aquellos fueron, para él, según dos de sus biógrafos, años tristes por su viudez, por lo que se pasaba las horas en que no tenía pacientes, leyendo hasta muy altas horas de la noche, y explorando en los días feriados.
Así que, en algunos de aquellos momentos, cuando recién se había instalado en San Francisco, notó que a unas cuadras de allí había una serie de lomas muy peculiares que motivó que los vecinos de Villa de Álvarez bautizaran al rumbo como “el Barrio de Los Cerritos”.
Cerritos que, por la parte norte se extendían a varios cientos de metros, diseminados en varios potreros, porque toda esa extensión, hoy densamente poblada, eran puros terrenos baldíos.
Por otra parte, al observar con alguna atención las piedras con las que estaban construidos algunos de los viejos muros de la entonces arruinada iglesia, notó que había incrustadas en ellos, algunas piedras labradas, y que lo mismo se podía observar en la barda de lo que fue la huerta del ex convento (y que hasta la fecha existe). Por lo que muy pronto dedujo que los frailes franciscanos de que hice anterior mención, decidieron, como era práctica común entre sus hermanos de la orden, erigir allí un templo católico, utilizando las piedras de un adoratorio indígena que hubo en el mismo espacio.
Sólo que, al empeñarse en documentar la historia del convento; al volverse a casar, cambiarse de barrio y asumir otros compromisos, el médico dejó realizar sus exploraciones en el singular lomerío que, a partir de la parte trasera del templo, se desperdigaba hacia el norte, entre las corrientes fluviales del Arroyo de Pereira y el Río Colima.
Para completar el cuadro, el multifacético doctor Miguel Galindo enfermó a principios de la década de los 40as y falleció en febrero de 1942, a los 58 años de edad. Por lo que, siendo algunos años mayor que él, y ya con algunos achaques en su haber, “El Maestro Cheto” tampoco pudo (o quiso) continuar con sus exploraciones y, habiendo él mismo fallecido, el 26 abril de 1954, el velo del olvido volvió a cubrir aquel interesante sitio.
UN TESTIMONIO PERSONAL.
Por casualidad, o coincidencia, el redactor de estas líneas nació en Villa de Álvarez (a una cuadra del mencionado Arroyo de Pereira) el 23 de enero de ese mismo año. Lo que equivale a decir tres meses y tres días antes de que falleciera “Don Cheto”.
La todavía entonces muy pequeña población no era otra más que la antigua Villa de Almoloyan, a la que el 15 de septiembre de 1860, mediante un decreto, y por un gusto o capricho personal, sin consultar a sus habitantes, el gobernador Urbano Gómez, le quitó su antiguo nombre para imponerle el de Villa de Álvarez, en honor y recuerdo del primer gobernador del Estado.
Pero mi testimonio personal no va en relación a ese dato, sino a que, a unos 300 metros al norte de la última calle que entonces había en la dicha villa (y a unos 600 de donde yo vivía) estaban algunas de aquellas lomas que les comenté antes, y entre las cuales destacaba una que era más alta y de mayor cuerpo, a la que popularmente de le daba el nombre de “La Loma de la Campana”. Haciendo honor, evidentemente, al nombre del “Potrero de La Campana”, en que se hallaba ubicada, pero cubierta como las otras de tierra, árboles y maleza.
Muchos niños de “La Villa” íbamos por aquellos rumbos a cortar quelites para los puercos en las aguas, o a cortar huicilacates y guamúchiles en las secas. Así como a pescar charales y chopas en el río, o a cazar iguanas, palomas y torcacitas con resorteras y hasta con antiguas carabinas de chispa, o “chispetas”. Y en algunas de esas ocasiones nos tocó encontramos con tepalcates y pedazos de antiguas figurillas, a las que, obvio, a veces nos llevábamos a nuestras casas, o no les hacíamos demasiado caso. Pero más de una vez vimos grandes pozos que evidentemente acababan de cavar los ya muchas veces mencionados “moneros”.
Continuará.
1.- Si mis paisanos se fijan muy bien, y un día les da por irse a dar la vuelta a La Capacha, o subir por la polémica avenida que hoy va rumbo de “Altozano” verá que todavía hay varias interesantes lomas que dan la impresión de ser pirámides y otras edificaciones prehispánicas.
2.- El doctor Miguel Galindo vivió un tiempo justo “al otro lado” del templo de San Francisco de Almoloyan y, tras observar ciertos indicios, dedujo que fue edificado con algunas de las piedras que ahí restaban de lo que fue un antiguo adoratorio prehispánico.
3.- Todavía hoy se pueden observar algunas piedras labradas por manos indígenas formando parte de los cimientos del actual templo, y de la muy antigua barda que delimitaba la huerta del convento y el camposanto del pueblo.
4.- A partir de la misma loma en la que está el templo, y al norte y hacia el poniente había una gran extensión de terreno cubierto por muchas lomitas que no parecían ser obra de la naturaleza.
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