LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA
Viene de la edición anterior
LA HORRENDA CATÁSTROFE, SE INCENDIA LA CHOZA CON EL GENERAL DIONISIO EDUARDO OCHOA Y LUGARTENIENTES
Ese era su pensamiento. Dionisio Eduardo Ochoa, a lo que parece, no estaba errado; ya en la alborada del cristianismo el grande Agustín, había dicho: Martyres, non poena sed causa facit. (No es la clase de muerte, sino la Causa, la que hace a los mártires) (Epístola LXXXIX). Y siglos más tarde, el doctor de las Escuelas, Santo Tomás de Aquino, enseñaba que toda pena que a la muerte conduce sostenida con fortaleza cristiana por la causa de Dios, es martirio (Suma; 2, 2, Cuestión XXIV, Art. V., a 1° 3°). Y esto mismo de un modo más explícito, lo escribe en su libro Cuarto de las Sentencias, distinción 49, cuestión 5, artículo 3, en donde a la letra se lee:
Si alguno sufre la muerte por el bien común relacionado con Cristo, merecerá la aureola y será mártir, como el que defiende la República contra los enemigos que maquinan corromper la fe de Cristo y en tal defensa recibe la muerte.
Aquella humilde y viril declaración del jefe cerró la conversación y nadie dijo más sobre el asunto; pero Dios colmó los deseos de ambos interlocutores: el primero murió fusilado en la ciudad dos meses después y Ochoa pereció en la forma terrible que vamos a referir poco adelante.
Continuaron los cultos de adoración a Nuestro Señor, distribuyéndose los adoradores en turnos. A las 11 de la noche, en una solemne hora santa, fueron recibidos como miembros de la Asociación Nacional de Vasallos de Cristo Rey, el general Ochoa con los soldados de su escolta y las tres señoritas venidas de Guadalajara.
Poco después de la media noche, ante el Sagrario, pronunciaron fervoroso y solemne el acto de consagración por el cual aquellos luchadores ofrendaban su vida entera en pro del reinado excelso del Corazón de Jesús:
Corazón divino de Cristo Rey, os ofrezco mi vida para que vuestra divina Realeza impere sobre México. Y Jesús, complacido, tomó la palabra de aquellos luchadores, reservándolos para pocas horas más tarde, la prueba más ardua de su fidelidad y de su amor.
LA HORRENDA CATÁSTROFE
Llegada la mañana comulgaron todos en la Santa Misa, que ayudó personalmente el general Dionisio Eduardo Ochoa. Después, reanudaron sus trabajos ... Era el mediodía; cuando una fuerte detonación dio a conocer muy a lo lejos el desastre...
¡Las substancias explosivas se habían incendiado! Densa nube cubrió la humildísima choza y empezaron a oírse, desgarradores, los lamentos de las víctimas, que ardiendo sus ropas y temblando por el sufrimiento, mostraban sus brazos y su cara completamente ardidos.
Nuestra última hora, ¡Padre! ¡Padre! -decían las señoritas clamando al Capellán y levantando en alto sus brazos ardidos y desnudos- ¡el perdón! ¡la absolución! Yo había ofrecido mi vida a Dios Nuestro Señor -fueron las primeras palabras de Dionisio Eduardo Ochoa al Sacerdote su hermano, ardiendo todavía sus ropas-, y hubiera preferido morir en manos de los enemigos. Y con acento de resignación cristiana y honda tristeza que él dejó escapar con un suspiro que le salió de lo más profundo, dice: ¡Dios así lo quiso! -y calló un instante. CONTINUARÁ.
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