AHOGAR LAS PENAS CON VINO DE COCOS
Profr Abelardo Ahumada González
TUMBAR LAS PALMAS.
Un día, hace varios años, cuando publiqué un reportaje en el que hacía elogio de la belleza de las palmas del Parque Hidalgo, un desconocido lector, que supuse que era fuereño, y tal vez con muy poco tiempo de vivir en Colima, le pidió mi teléfono a una secretaria del periódico donde yo colaboraba y me habló para decirme que, en vez de estar elogiando la belleza de las palmas de dicho parque (y de los demás jardines y camellones de la ciudad), debía de pugnar porque fueran desaparecidas del paisaje urbano. Y yo, que amo precisamente ese paisaje, añoro las muchas huertas que antes había, y que me sentía feliz cuando al volver de mi trabajo me encaminaba hacia la primera Central de Autobuses, atravesando precisamente las huertas que doña Griselda Álvarez rescató antes de que los fraccionadores hicieran estragos con ellas, me enojé, pero me contuve para escuchar sus razones.
Ese señor, que posiblemente había visto caer una palapa o un coco seco en el mencionado parque, me dijo que las palmas representaban “un peligro mortal para todas las personas que caminaban en los parques, camellones y jardines”, y que, por eso, “en vez de invitar a que plantaran más, debería pedir al Ayuntamiento que las tumbara todas”.
Traté de dialogar con él diciendo que yo no tenía ninguna noticia en el sentido de que un coco o una palapa hubiesen matado a alguien en la ciudad, pero como no atendió razones, terminé diciéndole que yo no haría tal propuesta y que, si él lo deseaba la hiciera por su cuenta.
Pero el hecho de que hoy mencione ese incidente no es para retomar el asunto que planteó aquel agrio individuo, sino para ejemplificar cómo pudieron haberse sentido los tatarabuelos de nuestros bisabuelos cuando un día, de súbito, les llegó una orden desde la ciudad de México, para que talaran todos los palmares.
El problema que aquella inesperada e injusta orden implicó a los antiguos habitantes de Colima no era menor, porque a principios del siglo XVII (que es el tiempo del que estamos hablando), una de las principales fuentes de ingresos que gran parte de ellos tenía se sustentaba en la existencia de los palmares; y porque si la tuviesen que acatar muchos caerían en la ruina.
El profesor Felipe Sevilla del Río detectó este asunto en una ocasión en que estaba indagando sobre otro tema y, habiéndole interesado lo que decía aquel viejo legajo, se decidió a revisarlo todo, y a publicarlo después, en un libro que apareció en noviembre de 1977, con el título “Probanza de Colima”. Un libro de sumo interés donde se nos explica que el desgarriate inició cuando ya muy avanzado el mes de abril de 1610, y ya casi para terminar la Cuaresma, llegó a la mencionada villa uno de los acostumbrados correos de a caballo, trayendo en las alforjas de su montura un pliego sellado por el presidente de la Real Audiencia, y dirigido al alcalde mayor de Colima.
El alcalde lo recibió junto con otras misivas sin imaginar su contenido y, luego que rompió su sello, leyó lo siguiente:
“[…] el licenciado don Francisco de Leoz, Fiscal de su Majestad en esta [Real] Audiencia, me ha hecho relación, [de] que en las provincias de Zacatula y Colima se ha introducido una bebida de vino que hacen de cocos de palmas, del cual hay tanta abundancia en los pueblos, que en uno solo de ellos hay sesenta tabernas, donde públicamente se acuartilla y se vende, y a causa de ser tan barato y tan fuerte, lo usan los naturales con tanto exceso, que les cuesta sus saludes y vidas, y con esta ocasión se estorba en venderse vino de Castilla en las dichas provincias, perdiendo en esto su Majestad sus reales derechos […]
Y [siendo] por mí visto, [y entendiendo que …] es justo prevenir los daños e inconvenientes que de su uso se puede seguir […] Prohíbo … a todas, y cualesquier personas, estantes y habitantes de las dichas provincias, de cualesquier calidad y condición que sean, que [ni] por sí, ni por otras puedan hacer, beneficiar, ni vender pública ni secretamente el dicho vino de cocos para ningún efecto, so pena al que lo hiciere o vendiere, de perder todo el vino que se le hallare, y de mil ducados de Castilla […] y destierro de dos años de la parte y lugar donde acaeciere […] siendo español. Y si fuere mestizo, negro, o mulato, además de perder el vino, le sean dados cien azotes públicamente, e incurra [también] en la dicha pena de destierro. Y a los indios que lo hicieren o vendieren, se les quiebren las botijas donde estuviere el dicho vino, derramándoseles para que no se aprovechen de él, y les sean dados cincuenta azotes atados a un palo, que para el efecto se ha de poner en la plaza o tianguis del pueblo en donde acaeciere… Hecho en México a 29 días del mes de marzo de 1610”.
Casi sobra decir que los vecinos de Colima hicieron caso omiso de la anterior, o disimularon muy bien sus empeños para seguir produciendo el vino de cocos, pues no había en ese momento ninguna otra actividad que les representase más dividendos.
Al enterarse de que los vecinos de Colima habían desobedecido la orden de la Real Audiencia, los comerciantes e importadores de los vinos y licores traídos desde España, aumentaron sus presiones y dos años después estuvieron a punto, no sólo de lograr sus propósitos en cuanto a prohibir la producción y venta del “vino de cocos”, sino de acabar con los palmares que, según decían, eran la causa del mal (y de su coraje, podría yo agregar):
“[En efecto] a mediados de 1612 [el Oidor decano de la Real Audiencia], Lic. don Pedro de Otálora” envió sorpresivamente a la Villa de Colima un Mandamiento ordenando “la tala total de los palmares de coco en toda la provincia”. Aduciendo que, al estarse vendiendo “desordenadamente” el vino, “tanto a indios como a mulatos, negros e indios chinos, que formaban las castas inferiores de la sociedad colonial de Colima, [se] originaban escandalosas borracheras que traían consigo enfermedades mortales, reyertas, y crímenes y el desasosiego e intranquilidad en esta República”.
Al indagar un poco más sobre este asunto, el profesor Sevilla leyó otro documento fechado el 12 de agosto en donde se precisaba que el día 8 había llegado a la Villa de Colima, con el nombramiento de Alcalde Mayor, un capitán llamado “don García Osorio de Valdez”; quien al parecer había traído consigo la orden para talar los palmares; puesto que tan sólo un día después, el Alférez Mayor Juan de Grijalva, cito a todos los integrantes del Cabildo “para tratar de las cosas que convengan al pro del pueblo y [que…] estando juntos e congregados”, les informó que acababa de saber que, por decisión de “los señores de la Real Audiencia”, se habían mandado cortar todos “los árboles de coco que hay en esta provincia”, encomendándole la ejecución de ese mandato “al Alcalde Mayor” Osorio, quien acababa precisamente de llegar.
El acta de la asamblea no describe las reacciones que provocó entre los asistentes la lectura de dicho mandamiento, pero muy bien podemos suponer que como varios de los mismos regidores eran dueños de huertas de palma por los rumbos de San Francisco Caxitlan, debieron de armar un borlote. Aunque, al calmarse un poco los ánimos, designaron al regidor Joan de Monroy, como “procurador de Colima”, y al licenciado Joan Nieto Dávalos como apoderado de la villa ante la Real Audiencia. Comisionándolos para que armaran unos alegatos que deberían presentar a los oidores, para convencerlos de revocar la infausta orden.
El profesor Sevilla indica que el procurador Monroy se puso a trabajar intensamente, y que para el día 12, ya tenía listo el alegato escrito, y él y Nieto se presentaron con el alcalde Osorio de Valdez para entregárselo y pedirle que cuando él se los entregara a los oidores, les solicitara que sobreseyeran el caso o que pospusieran su resolución hasta que la Real Audiencia estuviese “mejor informada”; pues, de ser cumplida su orden, se provocarían “daños e inconvenientes irreparables” en los bolsillos de prácticamente todos los vecinos de Colima.
Osorio, en su condición de recién llegado a la villa, y tal vez inhábil o sin ganas para leer, les pidió que le informaran qué contenía el documento, y ellos le dijeron que entre otras cosas decía lo siguiente: que la Villa de Colima era una de las más antiguas poblaciones de la Nueva España, a la que conquistaron y fundaron personas valientes, “gente calificada, principal y honrada”; que todos ellos contribuían a defender el puerto de Salagua contra los piratas, yendo con sus propias armas y caballos, gastando de su dinero cada que era necesario; que servían también como vigilantes de la llegada de las naos de las Filipinas y como portadores hasta la ciudad de México de “los pliegos del rey” que esas naos solían traer; que los vecinos de ese villa estaban “pobres y necesitados” y no tenían otros haberes “para poder sustentarse” más que la conservación y el uso de las dichas palmas, pues el cacao, para ese entonces, ya no era suficiente, en la medida de que un año producían mucho, otro poco y otros a veces nada, ya que éstos eran árboles “muy delicados” a los que “la mucha agua los pudre, el frío los hiela, y la sequía no les da lugar para que produzcan”.
Le explicaron, asimismo, que muchas de las huertas habían sido plantadas por sus padres y abuelos, conquistadores, y que, contra lo que se creía en la capital, las palmas “no son, ni jamás han sido silvestres, sino sembradas”; que las mortandades de indios que se invocan como provocadas por la ingesta de vino de cocos no se suscitaron por eso, sino por otras causas de índole sanitaria, y que, en todo caso, los indios tenían maña y costumbre de hacer otras bebidas “para sus borracheras, de cañas, de maguey, ciruelas, maíz” e, incluso, de ciertas “raíces que tienen dentro de sus mismos” solares y tierras, las cuales hacían a mucho más bajo costo que el vino de cocos, del cual un cuartillo (equivalente a 456 mililitros) se vendía a dos reales.
Ampliando su información le comentaron que el producto al que se le denominaba vino de cocos no era vino propiamente dicho (pues no era producto de la vid), sino un aguardiente que, aparte, era “cosa saludable e medicinal”, y que las palmas por sí solas eran utilísimas, pues de ellas no sólo se sacaba el vino, sino que se podían obtener cocos, con agua muy buena para beber, más “aceite, miel y vinagre, cosas muy necesarias y de que generalmente tiene falta la dicha villa, por no tener parte cercana” en donde ir a comprarlas.
Y por último le explicaron que no era nada cierto lo que se decía en el sentido de que el aguardiente de cocos estuviese estorbando la venta del vino procedente de España, y que, aparte, si se talaran las palmas y se dejaran de vender sus productos y derivados, no sólo los vecinos de Colima se arruinarían por la pérdida de “más de cien mil ducados de Castilla”, sino que el fisco saldría perdiendo todo lo que de ellos solía obtener.
Pero el Alcalde Osorio se limitó a recibir el alegato de Juan Monroy; lo firmó de recibido ante el Escribano Jerónimo Dávalos, y se declaró imposibilitado para resolver nada, pues a él lo enviaron a Colima como un simple ejecutor del mandato de la Real Audiencia en cuanto a cortar las palmas de cocos.
Antes semejante actitud y respuesta, el licenciado Nieto y el procurador Monroy le preguntaron qué podrían entonces ellos hacer, y él les respondió que lo único que les podría recomendar a sus peticionarios era que se presentasen, si así lo deseaban, “por su medio ante los señores Presidente y Oidores y ante quien les convenga” con “la información que ofrecen”.
Entendiendo, sin embargo, el Capitán, que si no cumplía con la orden lo relevarían del cargo, y que si se decidía a cumplirla podría incluso exponer su vida ante los airados vecinos, buscó y halló una solución digamos que salomónica:
Como en agosto y septiembre eran tiempos de lluvias y la mayoría de los palmares estaban ubicados en las llanuras costeras y era menester trasladarse a ellas cruzando varias veces los ríos crecidos, el capitán se las ingenió para hacerle creer a las autoridades centrales la imposibilidad momentánea que las crecientes y los lodazales le imponían para cumplir su orden, mientras que por debajo de la mesa convencía a los vecinos furiosos de que se calmaran y propiciaran en cambio una lucha que fuese harto más efectiva: la de probar legal y documentalmente el daño que les causaría en su economía la desaparición de su industria.
Y de eso es de lo que les comentaré la próxima semana.
1.- Al ver los paisajes de Colima muchísima gente sigue creyendo que las palmas de coco han estado siempre presentes.
2.- Las primeras huertas fueron comenzadas a plantar durante la séptima década del siglo XVI.
3.- Pero un día de agosto de 1602, los habitantes de la Villa de Colima recibieron la orden de que deberían talar todos los palmares.
4.- La verdadera raíz del problema era que los importadores de vino de España se resintieron porque se comenzó a vender en esta región el posteriormente famoso “vino de cocos”.
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