Segunda Parte
Profr Abelardo
Ahumada González
LA
DESPOBLACIÓN QUE PROVOCÓ LA CONQUISTA.
Suele ocurrir
que sólo llamamos catastróficos a los fenómenos naturales que provocan
destrucción y muerte en algunas partes del mundo, pero se nos olvida que las
guerras en cuanto tal, y las invasiones de un país a otro son, a veces,
muchísimo más mortíferas, destructivas y duraderas que cualesquiera de aquellos
fenómenos, por lo que, enfocando el tema con esta otra perspectiva, insisto en
que la conquista española de esta región implicó la derrota, el sufrimiento, el
despojo, la esclavitud y una incontable cantidad de muertes entre la gente
nativa. Tal y como se puede observar en no pocos documentos que, a partir de
1525, comienzan a dar muy notables y precisos indicios de lo que estoy
hablando. Pero como no es posible (ni práctico) mencionar todos, sólo citaré
unos cuantos párrafos que de algún modo resumen los anteriores, y que redactó
un enviado del rey de España a verificar qué tan ciertas eran las quejas que
unos frailes franciscanos le habían enviado sobre los terribles e inhumanos
tratos que los conquistadores, ya metidos a mineros o a productores agrícolas o
a traficantes de esclavos, cometían en la Provincia de Colima. He aquí, pues,
unos en calidad de muestra:
"[Tras asentarse en Colima] los españoles les ronceaban los
pueblos y les tomaban lo que hallaban y les llevaban cantidades de indios e
indias para su servicio"…
“Entre las
causas que […] provocaron la disminución y el menoscabo de los indios de
Colima, está la grande suma […] de
esclavos que de aquellas provincias sacaron los españoles cuando a ellas fueron
[…] Sacaron grandes sumas de indios e indias, niños y niñas, de tal modo que en
muchos pueblos no se quedaban sino los muy viejos e inútiles […] Asimismo los
servicios personales [que les exigían] en las minas de oro […] donde traían
grandes cuadrillas de […] mil y hasta dos mil indios […] haciéndolos trabajar
con tan poca caridad y refrigerio, como si de parte de nuestra nación no
hubiera cristiandad ni temor de Dios […] Aparte los grandes trabajos que tenían
en llevar los bastimentos, desde veinte leguas y más, a los españoles y a los
esclavos en las minas, siendo muchos los que en esto se ocupaban […] y otros en
romper sierras y montes, para abrir caminos a las dichas minas […] Incluso
para traer los bastimentos a la dicha Villa […] en donde fui informado
que […] era muy ordinario que los indios durasen ocho o diez días de ida y
otros tantos de vuelta, pasando grandes sierras y ríos caudalosos con una carga
de maíz, que puesta en la Villa en poder de su amo, no valía medio real, y se
gastaba mucha parte de ello en criar puercos y caballos a costa de la vida de
los naturales, los cuales, cuando se les acababa una miseria de comida que
suelen llevar, hecha de unos polvos molidos de dicho maíz (pinole), comen
raíces de árboles y agua, y de esta manera, acontece morirse por esos caminos”.
Y como constataciones dramáticas que dicho visitador real pudo hacer, dijo también como ejemplo: “En el Valle de Tecomán [por ejemplo] había cuatro o cinco mil hombres [hace 33 años] y ahora que lo visité [sólo] había hasta (o alrededor de) ciento ochenta”. Mientras que en el vecino “Valle de Alima, [donde] me dicen que era tan grande y poblado que su caserío se extendía casi una legua y más, [sólo] hallé ahora un poblezuelo pequeño de hasta cuarenta casas de indios bien trabajados y enfermos”. (“Relación Breve y Sumaria de la visita que hizo el Licenciado Lebrón de Quiñones a doscientos pueblos”, Colima, 1988, p. 31 y 32).
Pero, después de haber referido algunas de las hecatombes que padecieron los
indígenas de la región Colima como resultado directo o indirecto de la conquista,
pasemos ahora a revisar los...
CICLONES Y
TERREMOTOS.
El primer
terremoto de que se tiene registro histórico en nuestro rumbo ocurrió el 27 de
mayo de 1563. Éste, según datos recuperados por el profesor Juan Oseguera
Velásquez, “tiró todas las casas de Navidad (antiguo puerto que hoy es
Barra de Navidad) por donde metían mantenimiento y municiones para la armada
que se estaba preparando para zarpar a la conquista de Las Filipinas”. (Oseguera
Velásquez, Efemérides de Colima y de México, p. 80).
Tres
años más tarde, a partir del “Día de los Inocentes de 1566”, el padre
franciscano Diego Muñoz dejó apuntado que hubo un “temblor grande”, seguido
de constantes réplicas durante nueve días continuos. (Vázquez Lara, Colima
Virreinal, p. 81).
Muy
abundante en terremotos, en ese final del siglo XVI hubo otro entre la noche
del 27 y 28 de diciembre de 1568, que “derribó muchas casas y templos de la
comarca”. (Ibidem, p. 81). Otro más el
14 de abril de 1574, que “causó pérdidas humanas y daños materiales” en la
Villa de Colima. (Oseguera, p. 58). Y dos más, fechado el primero el 10 de
enero de 1585, y del que se afirma que fue precedido por una “gran una erupción
explosiva del Volcán de Colima”, cuya ceniza “cubrió un área de 30 kilómetros
de diámetro” alrededor de su cono. (Ibidem, p. 6).
En
este mismo sentido quiero añadir y comentar un dato muy significativo que tuvo
a la vista un inteligentísimo fraile franciscano, que durante varias semanas de
principios de 1587 anduvo de gira por nuestra región, visitando todos los
pequeños conventos que sus hermanos de la orden habían logrado fundar para
entonces desde Acaponeta hasta Colima, y luego desde Colima hasta Guadalajara.
Fue
conocido como fray Antonio de Ciudad Real, y fungía como acompañante y amanuense
(una especie de secretario particular) de fray Alonso Ponce, el padre prior o
comisario de todos los frailes franciscanos en la época. Y escribía muy corto,
pero concreto y con bastante frescura. Como lo verán al leer el siguiente reporte
que él escribió uno o dos días después de haber estado de visita tanto en el ya
desde entonces bonito poblado indígena de Comala, como en el Convento de San
Francisco de Almoloyan durante el 19 y 20 de febrero:
“El
convento se iba haciendo [otra vez] de aposentos bajos, de adobes y cubiertos
de paja, porque el antiguo, que era de cal y canto (piedra de río), se había
caído los años pasados con un gran temblor de tierra, y (porque) habiendo
después hecho otro de madera, se quemó con el fuego que vino de una […] dehesa
(pastizal o potrero), sin poder remediarse”. (Antonio de Ciudad Real, Tratado
Curioso y Docto de las Grandezas de la Nueva España, UNAM, México, 1976, p.
143).
Por
otra parte, y para dar noticia del último terremoto importante del aquel siglo
en nuestra región, cabría decir que ocurrió “la noche del sábado 13 de enero de
1590” habiendo afectado muy “fuertemente a Autlán”, y habiendo estado igualmente
acompañado “de una erupción que llevó consigo una fuerte lluvia de cenizas”.
(Vázquez Lara, p. 83).
Los
registros que aparecen en los “Libros de Gobierno” de los Archivos Parroquiales
del Obispado de Colima que fueron usualmente consultados por este peculiar
historiador, abundan en datos muy concretos tocante a más fenómenos telúricos y
otros con que aparecieron asociados. Así, por ejemplo, dice que, tras iniciar
el siglo XVII, en 1616 hubo dos seguiditos, el 15 y el 16 de abril, y que cuando
ya no se sospechaba que pudiese ocurrir otro sino hasta dentro de varios años
después, acaeció uno más el 10 de junio de ese mismo año, “aunado -según eso- a
un eclipse de sol”. Señalando que en 1625 se suscitó otro sismo más “que
derribó algunas iglesias y construcciones de la Villa” de Colima. (Ibidem, p.
82). Que el 28 de febrero de 1632 aconteció otro, fortísimo, “después de un
eclipse solar”, y uno devastador el día de San José (19 de marzo) de 1660, que
“derribó todos los templos y muchas fincas de la región”. (Ibid., p. 82).
INCENDIOS
QUE AHUYENTAN.
Y
por si fueran pocos los sustos que los sismos, las erupciones y los terremotos
provocaron entre nuestros antiguos paisanos, hubo además frecuentes ciclones y
no pocos incendios que provocaron incluso la desolación de algunas áreas.
Ya
habíamos hablado del incendió que según el reporte de Ciudad Real consumió el
segundo edificio del Convento de San Francisco y algunas casas aledañas en una
fecha anterior a 1587, pero ahora cabe adelantar que el 17 de noviembre de 1600
hubo uno que “consumió muchas casas de la villa” y provocó la emigración de
varios de sus moradores. (Guzmán Nava, La Colonia, Gobierno del Estado,
1973, p. 169).
Se
sabe además que algunos de aquellos vecinos fueron presa de la desilusión
debido a que, como lo comentó un testigo de los hechos: “En esta Villa son muy
trabajosas y costosas de sustentar las casas de vivienda, porque son de paja y
todos los años hay que renovarlas... y por los incendios que han ocurrido de
pocos años a esta parte”. (Magdalena Escobosa Hass, Los Mercedarios en
Colima, Gobierno del Estado, 1999, p. 24).
Para
completar el cuadro, al promediar el año de 1612, “recibióse en la Villa de
Colima un Mandamiento” enviado y firmado por “el presidente y oidor decano de
la Real Audiencia de México, licenciado, don Pedro de Otálora […] ordenando la
tala total de los palmares de cocos en toda esa provincia” (Felipe Sevilla del
Río, Probanza de Colima, Editorial Jus, S. A., 1977, p. 9). Con el
engañoso argumento de que la tala se ordenaba como un medio necesario para evitar
que los indios y los españoles residentes en la región se embriagaran con el
vino de coco o de tuba que hacían. Siendo que la verdadera causa era porque ese
aguardiente (al que equívocamente llamaban ‘vino de cocos’) le hacía una muy
fuerte competencia inclusive en Guadalajara y Valladolid, al vino (ése sí de
uva) que algunos comerciantes influyentes importaban desde España.
Y
así, aunque por aquella época las salinas estaban en cierto apogeo, ya había
también producción en muchas huertas de
cacao y existían varios pequeños trapiches que procesaban los jugos de la caña
de azúcar, cabe resaltar que los palmares eran también un puntal importante de
la economía local, representando para varios de sus habitantes un buen
complemento para sus ingresos, y para otros el único medio para subsistir. Así
que no queriendo perder unos, y no queriendo quedar arruinados, otros, se
reunieron con las autoridades locales y las amenazaron con abandonar la villa y
dejar al puerto de Salagua sin la protección que por lo regular la brindaban.
Presionados
así, el Alcalde Mayor, el Procurador de Vecinos y los miembros del Cabildo
tuvieron que moverse para buscar el modo de combatir la determinación de la
Real Audiencia. Logrando que no se talaran los palmares pero no que quitaran la
prohibición para elaborar el referido “vino de cocos”. Prohibición que 14 años
después tuvo, finalmente, que levantar el virrey en turno, puesto que durante
la temporada lluviosa de 1626 se presentó en Colima un terrible huracán que
acabó por descorazonar a los moradores de la región. Un documento oficial
fechado el 4 de marzo de 1627 dice al respecto lo siguiente:
“El
Capitán Domingo Vela de Grijalva, vecino de la Villa de Colima, por sí y en
nombre de los demás vecinos de ella, me hizo relación que el año próximo pasado
de mil seiscientos veintiséis, corrió un huracán tan recio que derribó y
arrancó todos los árboles de cacao, palmas de coco, frutales y cañaverales de
aquellos valles, dejándolos asolados, a cuya causa muchos de los vecinos,
viendo destruidas sus haciendas con que se sustentaban y obligados a trabajar
de nuevo, se resolvieron a irse a otras provincias donde les pareció tenían
mejores comodidades [...] por lo que [...] Don Juan de Sámano Quiñónez,
Alcalde Mayor y capitán de guerra de aquella provincia [...] les requirió que
no se desavecindasen de ella ni la desamparasen hasta (no hablar con el virrey
de eso)”. (Guzmán Nava, p. 172-173).
Al
enterarse de tamaños destrozos, el Marqués de Serralvo, Virrey entonces, les
volvió a autorizar la siembra de palmeras y la venta de vino de coco para impedir
que los habitantes de Colima cumplieran su propósito de mudarse a otra parte.
Estímulo que aun cuando de pronto los detuvo ahí, al continuar las catástrofes
menudeando, no pudo evitar que algunos se ellos siguieron con la idea de irse.
Y
esa intención se les renovó a varios tras el fortísimo y devastador incendio
que asoló a la empobrecida villa el 15 de marzo de 1658, quemándose
“cuarenta de las cincuenta y dos casas” existentes, aparte de que murieron
cuatro personas y resultaron con heridas y quemaduras varias más.
Como
consecuencia del incendio, los desesperados vecinos que pasaban los días y las
noches acogidos bajo la precaria o limitada protección que les podían brindar los
árboles que no se quemaron, comenzaron a externar su decisión de irse a otra
parte, por lo que Alonso Orejón, alcalde mayor, se vio precisado “a publicar un
bando en el que [por lo pronto] se prohibía abandonar la villa sin su permiso y
bajo severas penas”. (Ibidem, p. 173).
En
esas circunstancias estaban cuando, no hallando sobre La Tierra nada que los
protegiera de tanta calamidad, nuestros antepasados clamaron al cielo en busca
de protección y solicitaron la venia de un santo que decidiera tomarlos como
sus protegidos. De eso, sin embargo, les hablaré después.
Continuará.
1.-
Esta imagen tomada del Códice Florentino nos “retrata” una escena de la
epidemia de viruela negra, que provocó millones de muertos en gran parte de lo
que ahora es México.
2.-
Varias veces ha sido construidos y derrumbados (por terremotos) algunos de los
templos de Colima, como es el caso del ex convento de San Francisco.
3.-
El Capitán Domingo Vela de Grijalva, vecino de la Villa de Colima, declaró en 1627:
“El año pasado (1626) corrió un huracán tan recio que derribó y arrancó todos
los árboles de cacao, palmas de coco, frutales y cañaverales de aquellos
valles”.
4.-
Los ríos y arroyos que atraviesan el territorio colimote, y que de tanto en
tanto experimentan crecientes excepcionales, han dejado asimismo pruebas del
papel destructivo que tienen.
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