VISLUMBRES
PRELUDIOS DE LA CONQUISTA
Capítulo 39
Profr. Abelardo Ahumada González
ATAR UNOS CABOS SUELTOS.
Antes de continuar con la relación de lo que sucedió tras la muerte del rey Axayácatl (1481), quiero señalar que, habiendo revisado los capítulos correspondientes de las más famosas crónicas mexicas o texcocanas escritas en castellano en el siglo XVI, estoy en la posibilidad de afirmar que, de no ser por los testimonios que fray Diego Durán recogió sobre la derrota que éstos padecieron contra los purépechas o michoaques, sería muy poco lo que sabríamos al respecto, porque dichas otras crónicas o no consignan lo que sucedió en el desafortunado encuentro que dicho rey tuvo contra el rey tarasco, o la mencionan con extrema brevedad. Por lo que de inmediato salta la pregunta: ¿por qué, o debido a qué se guardó tal silencio histórico?
Si fray Diego Durán hubiese sido el único que escribió algo al respecto podríamos considerar que lo dicho fue un invento suyo, motivado acaso por la animadversión que con el paso del tiempo llegó a tener en contra de Tlacaélel y la práctica de los sacrificios humanos que aquél afanosamente promovía.
Pero como afortunadamente hay otros indicios de la derrota padecida por los mexicas, eso me lleva a considerar que el muy astuto Tlacaélel, quien ya tenía varios antecedentes de manipular los hechos y las gentes en favor de lo que él quería que ocurriera, muy probablemente prohibió a los tlacuilos que pintaran lo relativo a tal estrepitosa derrota, o les indicó que minimizaran los resultados, porque si la noticia trascendía a la historia no sólo sería una vergüenza para él y para su pupilo Axayácatl, sino para el pueblo azteca y todos los integrantes de la Triple Alianza.
Al afirmar lo anterior no crean ustedes que estoy “bordando en el aire”, porque como lo observó don Miguel León Portilla, ya en tiempos de Itzcóatl (que gobernó entre 1427 y 1440), Tlacaélel había obrado así, porque “(concibió) la historia como un instrumento de dominación” y viendo que la que tenía su pueblo era corta y muy poco relevante, convenció a Itzcóatl de que quemaran los códices que la registraban para escribir otra nueva: “Se guardaba su historia, pero entonces fue quemada… Se tomó una resolución, los señores mexicas dijeron: ‘no conviene que toda la gente conozca las pinturas. (Pues) los que están sujetos (el pueblo), se echarán a perder y andará torcida la tierra”.
En este sentido, Juan Bautista Pomar, autor mestizo de ascendencia real texcocana, al hablar sobre este tema en su “Relación de Texcoco”, escrita entre 1581 y 1582, anotó que aun cuando la “Triple Alianza” conformada por México-Tenochtitlan, Texcoco y Tacuba, fue muy capaz de “sujetar casi toda la tierra”, llegando sus dominios “hasta cerca de Guatemala”, nunca pudo hacer lo mismo a “Michuacan, porque como nación valerosa y de gran provincia, no pudieron sujetarla, antes (por el contrario) vinieron de allá rompidos (sic) una vez que intentaron entrar en ella”.
Por su parte, fray Juan de Torquemada, en la “Monarquía Indiana”, que dice haber escrito entre 1590 y 1612 con base en unos “libros que tenían los indios” y obraban en ese momento en su poder, nada informa sobre la guerra que Axayácatl promovió contra los michoacanos y lo pone como victorioso en “otras muchas empresas (…) siempre siendo él el primero que guiaba su gente y acometía a sus enemigos, por donde ganó nombre de gran capitán y muy valiente soldado”.
Y por su parte, Fernando de Alba Ixtlilxóchitl, mestizo texcocano, bisnieto del rey Ixtlilxóchitl, en su “Historia de la nación chichimeca”, escrita entre 1600 y 1648, habla muchísimo de las numerosas hazañas que durante el lapso que revisamos realizaron los reyes Netzahualcóyotl y Netzahualpilli en combinación con los alternos integrantes de la Triple Alianza, pero, aun cuando da una lista enorme de batallas, nunca menciona las que todos ellos tuvieron contra los matlazincas y los michoaques.
Y todo eso me confirmó la idea de que, muy probablemente acatando las órdenes (o la censura) de Tlacaélel, las crónicas mexicas y texcocanas se cuidaron muy bien de anotar los pésimos resultados que tuvieron en esos combates, con el propósito de no empañar la fama de los reyes de ambas naciones.
Por otra parte, a diferencia de los anteriores, Fernando Alvarado Tezozómoc, historiador tenochca, nieto de Moctezuma y bisnieto de Axayácatl, parece haberse escapado de la censura (o negado a aceptarla), puesto que en su “Crónica Mexicáyolt”, terminada hacia 1598, da una versión muy completa y pormenorizada de todos esos hechos, aunque en relación a la crónica de Durán estableció algunas muy notables diferencias que sería muy largo mencionar, como la de que al “rey” de los michoaques claramente le llamó “Caczoltzin”, y la de afirmar que, en vez de 16 mil guerreros, Axayácatl llevaba “treinta y dos mil e duscientos soldados”, y que, en vez de decir que los michoaques llevaban 40 mil guerreros, expone que “los matlacincas (sic, llevaban) cincuenta mil”. Siendo muy específico al señalar que cuando Axayácatl estaba explicándoles a los señores que lo apoyarían el porqué de su acometida en contra de los michoaques, les dijo que él tenía muy bien entendido que tanto “los mexitin (sic), (como los) mexicanos, (y los) chichimecas (…) eran todos unos”. Lo que equivale a decir que todos ellos eran miembros del mismo tronco racial, “porque cuando venían (en la peregrinación) a poblar a Tenuchtitlan, se había quedado gran parte de ellos con sus mujeres en la parte que llaman Pátzcuaro, que es ahora Mechoacan, y son llamados tarascos”. Crónica en la que su autor de plano no quiso matizar nada que se refiriera a La Piedra del Sol como “mesa de los sacrificios”, sino que exasperado dijo: “mejor le llamaremos degolladero de inocentes y hartura de almas para el demonio Huitzilopochtli”, etc.
EL ENCUMBRAMIENTO DEL REINO TARASCO.
Tlacaélel, por su parte, aun cuando mandó quemar los códices que contaban su historia antigua de los aztecas, e hizo, al parecer, escribir otra donde los relacionaba con los toltecas, no pudo borrar los recuerdos que los aztecas que no llegaron hasta el lago de Texcoco seguían conservando; ni tampoco pudo evitar que se difundiera la noticia de la derrota de los aztecas de Tenochtitlan frente a los michoaques de Tzintzúntzan, y fue tal vez por eso que el historiador michoacano, Nicolás León, escribió el siguiente párrafo: “El éxito obtenido contra los mexicanos dio gran fama y prestigio al Reino Tarasco, que indudablemente bajo el gobierno de Tzitzicpandácuare, llegó a su mayor apogeo”.
Párrafo en el que, por haberse basado quizá únicamente en lo dicho por “La Relación de Michoacán”, hay un acierto y se percibe al mismo tiempo un error: el acierto consiste en destacar la fama que alcanzaron los michuaques por haber derrotado a los muy temibles aztecas. Y el error en acreditarle a Tzitzicpandácuare el triunfo sobre Axayácatl, porque tal y como lo precisó Eduardo Ruiz, basándose en la tradición michoacana y en otras fuentes complementarias, ya no le tocó a Tzitzicpandácuare enfrentar y derrotar a Axayácatl, sino a su recién coronado hijo Harame (o Zuangua).
Error que de algún modo corrigió cuando uno o dos párrafos más adelante dijo: “(Pero) Zuangua heredó el espíritu guerrero de su padre e hizo varias conquistas, aumentando más y más el prestigio y nombradía de su nación”.
Y vinculado con esto último, debo agregar que, Eduardo Ruiz, al referirse al triunfo michoaque, dice: “Los purépecha, para perpetuar el recuerdo de su brillante victoria, fundaron un pueblo en el sitio mismo de la batalla y le dieron el nombre de Huarípeo (…) que quiere decir “lugar de (la) matanza”, en “la municipalidad de Taximaroa”, en donde según él todavía eran visibles multitud de huesos en 1891, y que parece seguir siendo el pueblo de San Lucas Huarirapeo, ubicado como a 8 kilómetros al oeste de Ciudad Hidalgo y como a dos al sur de la Carretera # 15 Toluca-Morelia.
Añade que “el regreso de Harame a Tzintzúntzan fue una marcha triunfal (…) En todos los pueblos (…) pasaba bajo enramadas cubiertas de flores y sobre un suelo tapizado de güinumu (sic). Al hacer su entrada solemne a la capital un inmenso gentío poblaba las calles, y cuando concluyeron las fiestas”, el lago estaba casi “cubierto de piraguas” por la gran cantidad de espectadores que así regresaba a sus pueblos.
Pero agrega un dato más que me llamó poderosamente la atención: “(Cuando) Harame (o Zuangua) iba a licenciar su ejército, llegaron varios correos del rumbo de Jacona, participándole una nueva sublevación de los tecos”.
Noticia que, según esto, impidió que liberara a su ejército y lo llevó a enfrentarlo con los rebeldes, cuyos dominios se extendían entonces hasta las orillas del inmenso lago de Chapalac, por los rumbos de Cojumatlan y Ocotlan, y tal vez incluso hasta Jiquilpan, Quitupan y Matzamitlan. Pueblos que aún persisten y son fácilmente ubicables.
Y otro detalle de tan interesante asunto es que “mientras que el rey Harame peleaba (…) contra las huestes de Axayacatl (…) los tecos – dice Eduardo Ruiz- tuvieron “tiempo de ponerse en pie de guerra, de levantar numerosos escuadrones (…) y de fortificar Carapan”, una ciudad importante situada en un extremo de la región que muchísimos años después se conocería como “La Cañada de los Once Pueblos”, y que en el Colima del siglo XIX todavía se recordaba con el nombre de una calle céntrica.
En referencia a todo esto resulta muy útil hacer notar que, de conformidad con las tradiciones que llegaron hasta Paracho, y en las que abrevaron tanto don Eduardo Ruiz como su culto padre, se sabía que hasta un tiempo antes de la guerra con México, y con el “consentimiento de los tarascos, o en virtud de un tratado con los azteca, éstos tenían el derecho de tránsito por aquellos pueblos para ir a sus posesiones de Occidente”.
Si nos detenemos unos minutos a reflexionar en el significado y la trascendencia de esta expresión, lo mínimo que alcanzo a descubrir es que los aztecas o mexicas no sólo conservaban la memoria de los pueblos que habían fundado sus ancestros, sino que los seguían considerando suyos.
Dato importantísimo que desde mi perspectiva, y con excepción del mencionado Ruiz, había pasado desapercibido, si no para la totalidad, sí para la inmensa mayoría de los historiadores.
Dato que asimismo me lleva a considerar que en eso radica el hecho de que cuando los purépechas o tarascos hablaban de los tecos también se refirieran a ellos como “mexicanos” y, que a la hora de guerrear en su contra la única diferencia que para ellos existía era la de que, por decirlo así, estaban peleando contra “los parientes pobres” de los mexicanos que habitaban en Tenochtitlan.
Dato, ya por último, que nos permite recordar que de conformidad con las tradiciones reseñadas por fray Antonio Tello en su “Crónica Miscelánea de la Sancta Provincia de Xalisco”, una gran parte de los pueblos de la región caxcana habían sido conquistados por los aztecas o mexicas durante su peregrinaje, y que otra buena parte de los pueblos que iban desde Chapalac hasta Colima fueron, si no fundados por ellos, sí pueblos por los que fueron pasando, dejando parentela en casi todos.
Ahora bien, si la noticia que corrió en aquellos meses era la de que los aztecas de Tenochtitlan habían sido derrotados por los aguerridos michoaques ¿qué de extraño tiene que los tecos del occidente de Mechoacan se hayan rebelado en contra de Tzintzúntzan, o se hayan decidido a pelear para liberarse de los pesados tributos que les cobraban los tarascos?
No hay nada que de fijo sepamos sobre las causas de la insurrección, pero de lo que sí habla Eduardo Ruiz es de que los focos de la misma estaban en Jacona y en Carapan. Ciudades, por ende, que deberían ser (como parece que en efecto fueron) las primeras ciudades que el ejército de Zuangua, aureolado entonces por su victoria contra los guerreros de La Triple Alianza, habría de atacar.
Mi problema con don Eduardo Ruiz es que, como tenía él un estilo romántico y pomposo que compartía con otros escritores y poetas de la época, luego se me hace difícil creerle porque, aparte de no referenciar algunas de sus aseveraciones, le daba por exagerar los términos elogiosos que dedicaba a la historia de sus antepasados, diciendo, por ejemplo, que Carapan era “una ciudad de importancia, emporio del comercio y centro de relaciones para los habitantes de los numerosos caseríos de tecos esparcidos en aquellas oscuras serranías”. Una ciudad a la que, en vista de los planes que tenían sus jefes, había sido convertida en “una fortaleza inexpugnable”.
Pero como no quiero minimizar los esfuerzos que realizó para poner por escrito sus indagaciones, dejo a los historiadores michoacanos, y a los arqueólogos de la región la posibilidad de ahondar más sobre esos asuntos.
A lo que sí vuelvo es al punto en que Ruiz dice que, habiendo recibido Harame un considerable apoyo bélico de su primo Huacús-Ticátame, cacique de una de las más fuertes ciudades de lago de Pátzcuaro, y gran sacerdote, además, del clero de Curícaveri, se dispuso a realizar junto con él las ceremonias religiosas que se acostumbraban para antes de marchar a los combates, y que, en cuanto terminaron, ordenó a su ejército atacar Carapan. Población que por más resistencia que opusieron sus defensores, al final y tras “sangrientos asaltos” y numerosos muertos y heridos, fue tomada, quedando los “prisioneros en poder del vencedor en la condición de esclavos, distribuidos entre los capitanes del ejército”. Evitando pudorosamente decir que, como era costumbre entre ellos, a los ancianos, a los heridos y a los deformes los sacrificaron y se los comieron. Pero señalando que la ciudad quedó “convertida en ruinas, campo de desolación”.
Y por lo que este investigador comenta enseguida, nos es posible suponer que una fracción al menos de los tecos rebeldes se replegó hacia otros pueblos situados al occidente, motivando que “los purépecha llevaran la guerra hasta las apartadas tierras de Cuínaro y Tonalan”, ya muy cerca de donde ahora es Guadalajara, para dejar “completamente pacificado” el país de los tecos, a los que los purépecha asimismo nombraban “Tzacapu-iréti”, por haber sido Tzacapu su primera gran capital.
Al referirse a todos estos hechos, varios historiadores de Jalisco y Colima coincidieron en ubicarlos como uno de los capítulos más notables de la denominada “La Guerra del Salitre”. Guerra a la que me niego a nombrar así, pero de la que necesariamente tendremos que hablar en los capítulos inmediatos.
Pies de fotos.
2. Rompiendo con la tradición autóctona, Fernando Alvarado Tezozómoc, cronista tenochca, nieto de Moctezuma, decía que las llamadas fiestas de los sacrificios humanos eran un “degolladero de inocentes”.
3. A pesar de no ser un libro escrito por un historiador profesional, esta interesante obra aporta una gran cantidad de datos comprobadamente históricos.
4. De conformidad con las versiones aquí descritas, los dominios de los tecos se extendían desde Zacapu hasta cuando menos las orillas del lago de Chapalac.
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