domingo, 14 de marzo de 2021

Los Cristeros del Volcán de Colima, La vida religiosa en el campo

 LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spéctador, libro sexto, capitulo segundo, (enero a abril de 1928)

LA VIDA RELIGIOSA EN EL CAMPO
Entre tanto, llegó la cuaresma. El día 22 de febrero fue miércoles de ceniza. Hubo la ceremonia de la bendición e imposición de las cenizas.
No por todas aquellas dificultades había disminuido el fervor de aquel pueblo cristero. En la parte alta de la Mesa, bajo los fresnos y encinos del lugar, los soldados libertadores habían hecho una más amplia capilla, de varas y zacate, que se estrenó y bendijo el día 5 de ese mes de febrero, fiesta de San Felipe de Jesús.
De esta suerte el Padre Capellán Ochoa estableció entonces en ese campamento su residencia habitual y pudo hacer el bien, no solamente a los cristeros, sino a todos los fieles, porque normalizadas así las cosas y no habiendo más sacerdote en cincuenta kilómetros a la redonda, el campamento de la Mesa de Yerbabuena fue el objeto de nutridas y cotidianas peregrinaciones. Hubo meses en que se distribuyeron más de quinientas comuniones por semana, pues afluían los fieles deseosos de recibir los Sacramentos, no sólo de los lugares circunvecinos, sino que, desafiando mil peligros de muerte, atravesando barrancos y montes para no ser sorprendidos por el enemigo, llegaban desde Comala y aun de Villa de Alvarez, población contigua a la ciudad de Colima.
Todos los días se oía la Santa Misa y, por la tarde, soldados, mujeres y niños (en aquellos días de relativa tranquilidad se habían refugiado en el campamento algunas de las familias de los libertadores), recitaban devotamente el Santo Rosario y cantaban alabanzas piadosas en el pequeño cementerio, en donde estaban los restos de Dionisio Eduardo Ochoa y compañeros.
En los viernes de Cuaresma, se hacía el ejercicio del Vía Crucis a las 3 de la tarde: todos, mujeres, niños y hombres de tropa, con su Padre Capellán señor Ochoa, caminaban descalzos, desde el paraje de Ramón Cruz, cubierto de encinos y llenos de grandes piedras, en la boca de la bajada hacia el plan de la Joya, un kilómetro atrás, hasta el pequeño cementerio del campamento, recitando una decena del Santo Rosario en cada estación y entonando himnos de penitencia en los intermedios.
Más todavía, multitud de aquellos libertadores, con sus esposas y sus hijos, ayunaban los miércoles y los viernes, no obstante, lo mal alimentados y el que su vida era un ayuno constante. Aun los niños ayunaban. La abstinencia de carnes de los viernes se guardaba con religiosa exactitud, aunque casi no hubiese qué comer.
Los libertadores recibían por lo general, al menos una vez al mes, los Sacramentos y, antes de los combates, cuando no había tiempo para más, se les reunía y, después de una breve exhortación que dirigía el Sacerdote, en que se le excitaba al dolor y a la enmienda, se ponían aquellos luchadores de rodillas, hacían el acto de contrición y el Padre Capellán, con las manos extendidas, pronunciaba sobre ellos la fórmula de la absolución sacramental. ¡Aquellos cuadros eran cuadros divinos!
Continuará















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