miércoles, 3 de marzo de 2021

Vislumbres Preludio de la Conquista Capitulo 36; "Participación de Matlazincas en guerra Teco-tarasca"

VISLUMBRES
PRELUDIOS DE LA CONQUISTA
Capítulo 36
Profr. Abelardo Ahumada González

LA PARTICIPACIÓN DE LOS MATLAZINCAS EN LA GUERRA TECO-TARASCA.

Independientemente de que los matlazincas hayan mordido el polvo a causa de los mexicas y sus numerosos aliados, me impresionó el hecho de que su jefe Chimal se haya plantado ante sus enemigos para decirles:
“¿Qué es esto, mexicanos? ¿A qué se debe vuestra venida? ¿Quién os mandó llamar? ¿Venís a vender vuestras vidas? (…) Engañados habéis de venir (…) ¿No sabéis que no tenemos igual, ni hay fuerzas que nos sobrepujen?”
Para mí esto no podría ser una fanfarronada, sino una muy clara señal de que Chimal tenía la seguridad de que su ejército era capaz de vencer a sus atacantes. Porque de haber sido eso ¿por qué Axayácatl habría requerido a un orador experimentado para arengar a sus huestes y compelerlas a recuperar su valor?
Si nos ubicamos en las circunstancias en que ocurrió todo eso tendríamos que considerar también el nada insignificante dato de que, habiéndolos tenido tantos años tan cerca, los mexicanos no habían atacado antes a los matlazincas, y que, para atacarlos con posibilidad de vencerlos, tuvieron que recurrir a un gran número de guerreros aliados. Lo que nos da también otra señal de que Axayácatl y sus capitanes sabían que no se estaban enfrentando con cualquier gente, y que los “tolucanos” – como también les dice el cronista- eran notables guerreros, pero ¿de dónde y desde cuando habían adquirido esa fama?
Ya se comentó que la historia ha sido omisa con este pueblo, pero como resulta que La Relación de Michoacán varias veces los nombra y los describe como aliados de los caciques tarascos, me pareció que era en esas páginas donde tendría que buscar, si no la respuesta a esa pregunta, sí al menos algunas pistas que nos llevaran a ello. 
Así que, amigos lectores, para efecto de aclarar el punto, permítanme citar de nuevo una de esas menciones, sin que se nos olvide que cuando dijeron eso, los viejos con los que platicó fray Gerónimo de Alcalá se estaban refiriendo a tres momentos del siglo XV en que los michoaques intentaron conquistar los pueblos situados al sur y al poniente de los Volcanes de Colima:
“Iban (también) a estas conquistas los de Mechuacan; los chichimecas; los otomíes que el Cazonci tenía sujetos; los matlazincas; los uetaméchas; algunos chontales, y los de Tuspa, Tamazula y Tzapotlán”.
La Relación, sin embargo, no dice más, pero hacia finales del siglo XIX, don Eduardo Ruiz, famoso historiador michoacano, nacido en Paracho en 1839, y muerto en la capital del país en 1902, tuvo una inquietud similar a la que ahora expreso y, aprovechando que aprendió el purépecha de niño, y que tenía a su favor otros documentos (que yo no conozco) y la tradición oral que llegó hasta sus oídos durante su infancia y su juventud, pudo atisbar una solución más clara. 
Anotando que (un día cercano a 1470), habiendo muerto el rey Tangáxoan, los ancianos purépecha de mayor alcurnia se reunieron para deliberar quién sería su sucesor, y decidieron nombrar a uno de sus hijos: Tzitzicpandácuare, no obstante ser muy joven aún, puesto que había nacido menos de 20 años atrás. Hecho por el cual sus súbditos lo nombraban “Characu”, que significa “el rey niño (…) nombre que (tal vez por cariño) el pueblo le siguió dando durante toda su vida”. 
Agrega además, don Eduardo que, cumpliendo con una tradición ancestral, el joven monarca peregrinó hasta Zacapu, en cuyo un templo estaba la representación del dios Curíacaveri, y en donde solía vivir el Petámuti (o sacerdote mayor), y que estando allí, participando en una de las fiestas que más le gustaban a su gente, “vino á interrumpir su júbilo la llegada de dos mensajeros que le anunciaban, uno que el anciano rey Hirépan (su también tío) se hallaba á los bordes del sepulcro, y el otro una nueva y general insurrección de los tecos que habitaban en el Poniente del imperio”.
Dice que la noticia parece haberlo tomado por sorpresa, y nos da a entender que, no teniendo a todos sus guerreros consigo, o creyendo que con sólo ellos no podría sofocar la rebelión, “se dirigió apresuradamente a Tzintzúntzan y envió en el acto mensajeros á varios caciques matlalzinca, que en distintas ocasiones habían solicitado (… a) Tangáxhuan (…), permiso para venir á establecerse en Michoacan”, diciéndoles que les concedería él ese permiso “con la condición de que contribuyeran con un numeroso ejército para la campaña contra los tecos”.
Y coincidiendo con todo eso, el también muy brillante historiador Nicolás León Calderón, nacido “el 6 de diciembre de 1859 en la Villa de Cocupao (hoy, Quiroga) y muerto en Oaxaca el 23 de enero de 1929”, en 1904 dijo: “Desde los principios de su reinado, Tzitzicpandácuare, a quienes algunos historiadores llaman también Characu, tuvo que vérselas con guerras y enemigos no despreciables, pues su reino fue invadido por los Tecos, y otros con ellos”. Viéndose en la penosa necesidad de, “para poder resistirlos”, tener que “acudir” en demanda de apoyo “con los Matlazincas, nación que habitaba el Valle de Toluca”, y que se caracterizaba por ser “esforzada y belicosa”. Fama, pues, que nosotros habíamos intuido, pero que comprobaron ellos dos desde el siglo XIX.
El dato que don Eduardo Ruiz añade al respecto, es que “seis caciques de Matlalzinco” respondieron positivamente a la solicitud del cazonci Tzitzicpandácuare, y que “salieron de Toluca con los habitantes de sus respectivos pueblos, formando los guerreros otros tantos escuadrones de numerosa gente”. Que “fueron muy bien recibidos en Tzintzúntzan; y que, compartiendo el mando con “un general purepe”, que conocía bien la región, “marcharon a (la) campaña hacia el Poniente, en donde los tecos y algunos otros guerreros de la frontera de Cuínaro (que no sé dónde es o fue) y Tonalan (cerca de la actual Guadalajara), se habían confederado y esperaban de pie firme á las tropas del rey”. 
Añade Eduardo Ruiz que “pelearon los matlalzinca tan bien, que alcanzaron completa victoria, y cargados de botín y llevando gran número de prisioneros, regresaron á Tzintzúntzan, en donde se les recibió con fiestas solemnes y arcos triunfales”. 
Agradecido el monarca por tan buen servicio, se dispuso a cumplir su palabra y dijo a “los capitanes matlalzinca” que escogieran unas tierras “para que estableciesen su asiento. Eligieron (…) una faja de doce leguas de longitud por cinco de ancho, en donde fundaron varios pueblos, y en un sitio regado por tres ríos edificaron su capital (…) a la que, en honor del rey Characu, dieron el nombre de Charo ó Chararo”. Ciudad en donde se habrían establecido “las familias más nobles” y donde “construyó su palacio” el jefe de todos ellos, quedando su dominio como “reino tributario de Tzintzúntzan”.
Con esta “nueva” información por delante, ya podemos nosotros entender por qué fue que “La Relación de Michoacán” ubicó a los matlazincas colaborando con el cazonci en las guerras que tuvo contra los tecos de Colima, y los del Llano Grande y de las lagunas de Chapala y de Tzacoalco, Tzayolan y Tzapotlan, así como en los combates que posteriormente tuvo contra las huestes de Moctezuma. Pero no nos adelantemos y volvamos al punto en que podamos ver qué fue lo que pasó en México luego que Axayácatl, herido de una pierna, fue llevado en andas: 

SIN MIEDO A LAS “COSAS GRIMOSAS”.

Muy a pesar de que fray Diego Durán trató de no emitir juicios morales sobre cuanto iba refiriendo de la “historia de los indios”, de vez en cuando aparecen entre sus renglones ciertos calificativos y veladas críticas sobre algunos aspectos que le provocaban coraje o repulsión, describiendo por ejemplo a Tlacaélel como un “malvado viejo” que no se hartaba nunca “de comer carne humana”, o dando a entender que era un político marrullero que llamaba victorias a las derrotas y les tendía astutos ardides a quienes le caían mal o deseaba tener sometidos. 
Visión crítica la suya que lo llevó a señalar también algunos detalles y comportamientos que sus paisanos españoles tenían, y que contrastaban ampliamente con otras conductas de los naturales. Como cuando descubrió que para ciertas cosas los españoles eran muchísimo más miedosos y supersticiosos que aquéllos, señalando, por ejemplo que mientras sus compatriotas temían adentrarse en la oscuridad, caminar de noche y estar en algunos lugares en donde había muerto alguien, los indios en cambio podían dormir incluso en un panteón sin experimentar miedo alguno. 
Sólo que, cuando llegó a esa conclusión, lo hizo tras considerar que si los indígenas no le tenían miedo a los muertos, fue porque estaban acostumbrados a comer gente. Tal y como se mira en el relato con que describió el sacrificio de los matlazincas, en donde dice que, una vez que iban siendo sacrificados todos los cautivos de Toluca, los ayudantes de los tlamacazques u ofrendadores,  los iban poniendo, como era su costumbre hacer, “tendidos en ‘El Lugar de las Calaveras’ para que cada uno (de los guerreros que los habían capturado) re-conociese al suyo, y se lo daban para que lo comiese y tuviese los huesos por grandeza, en su casa en palos puestos, y así vinieron estas naciones indianas a perder el miedo a los muertos y fantasmas, y a no darles nada por dormir en los cementerios (…) solos o acompañados, ni ver visiones, ni oír gemidos, ni otras cosas grimosas”. 
Párrafo que nos lleva a considerar que así como nosotros nos reunimos para comer una birria de chivo o una carne asada de res o cerdo, los familiares de los guerreros se reunían a comer la carne de los cautivos. Aunque una crucial diferencia sería que mientras que nosotros tiramos los huesos a la basura, ellos conservaban algunos y los utilizaban para “adornar”  sus casas y sus patios.
Pero más allá de este asunto, que a nosotros nos puede parecer tenebroso, vemos en esto que, casi igual a como aconteció con otras culturas, los mexicas y algunos de sus aliados tenían en muy alta consideración la posibilidad de comer las carnes de sus prisioneros de guerra, sobre todo si habían demostrado ser muy valerosos.

EL DESENCANTO DE LOS OTROS CREYENTES.

Otra de las interesantes observaciones que fray Diego realizó, consiste en que, contra la opinión de Tlacaélel y otros presuntos “líderes religiosos” de los mexicas, había otras personas que no estaban de acuerdo con los sacrificios humanos. Aunque no se atrevían a manifestarlo porque sospechaban que, de hacerlo, en cualquier momento podrían ser ellos las víctimas propiciatorias para supuestamente mantener vivo y en calma al sanguinario “Colibrí siniestro” o “Colibrí Hechicero” (Huitzilopochtli). Pero mejor lean ustedes sus palabras:
“Los señores y principales (de otras provincias) que fueron llamados para esta fiesta y sacrificio, estaban tan espantados, atemorizados y fuera de sí al ver matar y sacrificar tantos hombres” que no eran capaces de observar que “estaban en un mirador muy curiosamente aderezado de rosas y ramos” con los que se representaban “muchas labores y cenefas de flores de diferentes colores”; ni agradecían que los hubiesen puesto en un sitio “defendido del sol”; ni se admiraban de que les habían dado espantamoscas “de ricas y grandes plumas”, o de que estaban reposando “en asentaderos altos forrados con cueros de tigre muy lucidos y bien curtidos por la parte de adentro”. 
Y para completar el cuadro añade el cronista que al terminar, diríamos, el espectáculo, el rey los mandó llamar a un gran salón y les dirigió unas palabras que, pese a estar suavemente dichas, tenían la evidente pretensión de inspirarles temor: “Teneos por muy dichosos de haber visto y gozado de la fiesta y solemnidad de nuestro dios (… Ahora) os ruego que (…) os estéis quedos y sosegados, porque mientras lo estéis, gozaréis de nuestra amistad y seréis de nosotros favorecidos. Y así podéis ir en paz y volver a vuestras tierras, enhorabuena”. 
Añadiendo que: “Ellos le dieron las gracias y se volvieron a sus tierras admirados y espantados de lo que habían visto, y de la grandeza y majestad de la ciudad de México”.
Descripción de asombro y temor que, sin detenerme mucho en ello, quiero aprovechar para decir que nada raro fue que tales “señores” hubiesen reaccionado así, porque es perfectamente sabido (pero poco difundido) el hecho de que entre los demás pueblos nahuas EXISTÍAN OTRAS CREENCIAS O RELIGIONES CUYOS DIOSES NO RECLAMABAN SACRIFICIOS HUMANOS. Resaltando una de origen tolteca que, sin ser monoteísta, vislumbraba la existencia de Huehuetéoltl = el dios viejo o primigenio, al que asimismo le decían Ometéotl, porque según ellos tenía consigo los dos principios generadores de la vida que ellos veían en todo. Un dios dual, por así decirlo: (ome = dos, téolt = dios), al que sus creyentes indistintamente nombraban: In tonan, in tota = “el padre, la madre”; Tonacatecuhtli, Tonacacíhuatl = “Señor y Señora de nuestra carne”; Tlacatle = “Oh Señor”; Tloque Nahuaque = “dueño de la cercanía y la proximidad”; Moyocoyatzin = “el que se inventa a sí mismo”;  Ipalnemohuani = “Dador de vida”, etc. Como lo podrá cualquier lector comprobar si se dispone a leer el libro “Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y sus cantares”, o el de la “Filosofía Náhuatl estudiada en sus fuentes”, ambos de don Miguel León Portilla.
Y eran esas mismas personas las que, viendo el mundo de una manera más pacífica, podríamos decir, afirmaban que los sacerdotes de Huitzilopochtli eran hechiceros, y que: “Cuando vivió (el sacerdote llamado) Quetzalcóatl (en Tula), muchas veces los hechiceros quisieron engañarlo para que hiciera sacrificios humanos, para que sacrificara hombres. Pero él nunca quiso, porque quería mucho a su pueblo, que eran los toltecas… Y se dice, se refiere, que esto enojó a los magos; así éstos empezaron a escarnecerlo, a burlarse de él”. Según se lee en las páginas que aún se conservan de los “Anales de Cuauhtitlán”, también conocidos como Códice Chimalpopoca.
Dato que asimismo nos indica que en los tiempos de Tlacaélel seguía dominando la casta de los sacerdotes-hechiceros, a la que en el caso de México lideraba este mismo señor, y a la que, gracias a la “Relación de Michoacán” y a las crónicas del padre Durán, hoy sabemos que, tal vez sin ser conscientes de ello, pertenecían tanto los hueytlatoanis mexicas, como los cazonci tarascos. 
Continuará.

1.- Don Eduardo Ruiz, nacido en Paracho en 1839, estudió muchos documentos michoacanos y recogió muchas “leyendas” que en purépecha escuchó desde su niñez. 
2.- Don Nicolás León, eminente arqueólogo, antropólogo, historiador y lingüista, nacido en Quiroga en 1859, estudió la presencia de los matlazincas en Michoacán.
3.- Los sacrificios humanos no sólo era practicados por los mexicas, sino también los realizaban los purépecha, como se mira en esta lámina de la Relación de Michoacán.
4.- Conforme pasan los tiempos a cualquier lector le podría parecer increíble que en tan apacible escenario hubieran acontecido los hechos que aquí se describen.

 










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