RELATOS Y LEYENDAS DE EL COMALA DE AYER
"INCENDIO EN LAS ALTURAS"
Por Rubén Jaime Valencia Salazar
La construcción del nuevo templo de San Miguel había iniciado en 1893, los años transcurrían y se creía que la edificación de la cúpula principal nunca se llevaría a cabo, ya que el agujero en las alturas continuaba cubierto con madera, tabletas de tejamanil o con láminas de cartón, agujero que causaba incontables molestias a los asistentes en los distintos actos litúrgicos, principalmente en temporal de lluvias.
En 1956 el Sacerdote José Verduzco Bejarano, quien suplía en su cargo de Párroco al finado Francisco de Sales Vizcaíno, decide continuar la construcción iniciada el año anterior sujeta al proyecto elaborado por el señor Maximino Calvario y encarga la obra al maestro albañil, de reconocido prestigio, Domingo Delgado Trujillo, auxiliándose de Luis Delgado Virgen (su hijo), Alejandro Llerenas Castro, conocido como “Cande”, Abel Orozco de la Luz y el hijo de éste, Salomé Orozco García, entre otros.
Las tareas eran lentas ya que hubo necesidad de armar y colocar una resistente y confiable estructura con palos y tablas que sirvieran de andamio para los trabajadores y evitar los riesgos de accidentes, así como la colocación de malacates y carruchas con gruesos cables para trepar hasta las alturas el material necesario para la obra encomendada.
Ya era el año siguiente de iniciada la edificación, 1957, no se recuerda la fecha exacta, los trabajadores, como era su costumbre, desde la una de la tarde se habían retirado a sus hogares para tomar sus alimentos, regresarían hasta las tres y aproximadamente a las dos, ante el repetitivo y prolongado tañer de la campana mayor encaramada en la torre del templo, los habitantes salen de sus hogares, dirigen su mirada al espacio de su procedencia y con gran asombro e incredulidad observan una gruesa columna de negro humo acompañado de extensas y rojas llamaradas, como si trataran de arañar el cielo, derivadas de las maderas que sostenían los pesados aceros y el cemento con grava que sólo días anteriores se habían colocado en el techo cóncavo de la construcción.
De todos los rumbos del pueblo llegan diligentes los vecinos, sin importar edad ni sexo, llevando consigo algún recipiente que a su paso encontraron en su presurosa estampida, solícitos a prestar el auxilio requerido.
Largas cadenas humanas pasaban las vasijas conteniendo el líquido para sofocar las devoradoras llamas, líquido proveniente de los domicilios aledaños, de las piletas públicas y hasta del mismo río Suchitlán, agua que era vaciada en voluminosos tambos colocados sobre resistente tarima, la que, auxiliándose con carruchas y malacates, hacían llegar hasta las alturas.
Varias horas de intensa, difícil, jadeante, riesgosa y desesperante faena que con la unión y respaldo del vecindario se logró sofocar las llamas devoradoras y por su gran responsabilidad no hubo de lamentar accidentes ni pérdidas humanas.
Se atribuyó, como causa que originara tan horroroso incendio, el que uno de los trabajadores olvidó un cigarrillo encendido sobre un madero embarrado de aceite.
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