martes, 9 de agosto de 2022

Mitos verdades e infundios de la Guerra de Independencia de México Capitulo 27 decima quinta parte

Colima y los alrededores de los Volcanes en septiembre-diciembre de 1810
Décima quinta parte
Profr. Abelardo Ahumada González

ALGUNOS INSURGENTES COLIMOTES.

“Cadenas”, pues, fue el primer jefe insurgente colimote con poder militar, y algunos de los más antiguos historiadores lo describen participando en la guerra junto a Pedro Regalado, Fermín Úrtiz y Ramón Brizuela, pero sin especificar cómo ni cuándo se incorporaron a las filas rebeldes.
Omisión involuntaria que se debió a la falta de documentos que les brindaran más información, y que hoy podemos superar un poco gracias a muy antiguos papeles que afortunadamente han ido saliendo a la luz:
Así, por ejemplo, se puede afirmar que “Los Regalado”, esos famosos guerrilleros en cuyo honor hay una calle en Colima, no eran dos hermanos que se apellidaran así, sino un sobrino y un tío (en ese orden), y de los que Pedro (el sobrino) era el menor, pero fue el primero en incorporarse al movimiento y se convirtió en un líder con bastante renombre en la región.
Igualmente se había creído que Regalado era un apellido, pero era el segundo nombre de Pedro, quien compartía con Miguel (su tío) el apellido Llamas. Aunque a la postre, tal vez por ser más sonoro el nombre que el apellido, y por verlos casi siempre juntos, la gente de la época los conoció como “Los Regalado”.
Pedro Regalado Llamas era, pues, en 1810, un joven criollo nacido en la Villa de Colima durante el último cuarto del siglo XVIII y que, tal como lo adelanté en un capítulo precedente, se caracterizaba por ser un próspero empresario rural. Estaba casado con la joven Petrita Covarrubias, pero no tenían hijos aún.
Entre lo más interesante que se puede contar de él en aquellos primeros días de la guerra, les recuerdo que, al igual que muchos otros criollos, fue forzado a participar como combatiente de una de las compañías que integraban las Milicias del Sur de la Intendencia de Nueva Galicia, y que, habiendo sido comisionado para participar en la defensa de Guadalajara a principios de noviembre de ese año, parece haber sido uno de los afortunados milicianos colimotes que a uña de caballo logró escapar de la hecatombe en que se convirtió la tormenta de piedras que los indios honderos del Amo Torres dejaron caer sobre él y sus compañeros criollos en Zacoalco.
Por otra parte no he conocido ningún papel que nos indique por qué no quiso (o no pudo) irse a refugiar en ese momento a la Villa de Colima, pero como tal vez no quiso llegar a ella como aparente desertor, y como su escape coincidió con las fechas en las que el grupo armado de Torres, hijo, y Rafael Arteaga iban precisamente marchando hacia allá, es posible que se haya ido por otras veredas para refugiarse en alguna de sus propiedades rurales.
Todo eso mientras que Ramón Brizuela, comerciante ya casado también, nacido asimismo en la Villa de Colima en 1785 y muy buen amigo suyo, se presentaba, el día 10 de noviembre de 1810, con Arteaga y Torres para ofrecerse como voluntario. (Según lo refiere una carta suya que aparece citada en la ponencia “El Insurgente Don Ramón Brizuela”, que el médico, historiador y pianista, Enrique Brizuela Virgen, presentó ante la Sociedad Colimense de Estudios Históricos un jueves de noviembre del año 2005, en la que yo estuve presente y de la que tengo una copia resumida). 
No fueron Ramón Brizuela y Calixto Martínez los único colimotes que fueron a entrevistarse con Torres y Arteaga, pero por lo que sucedió después, todo parece indicar que fueron ellos con quienes dichos cabecillas establecieron un contacto más a fondo, y a los que, tal vez con la mediación del padre José Antonio Díaz, vieron con mayores y mejores capacidades para dirigir el grupo de insurgentes netamente colimotes que de esas reuniones surgió, puesto que tal como lo acabamos de demostrar, Calixto Martínez fue su primer líder visible; llevándose el nombramiento de “Capitán de las Costas del Sur”, y a Ramón Brizuela y Luis Altamirano, como sus más inmediatos apoyadores. 
En ese contexto cabe considerar que pudo haber sido en esos mismos días cuando Pedro Regalado Llamas volvió a entrar en contacto con su amigo Ramón Brizuela, puesto que después de haber leído el “proceso sumario y de confiscación de bienes” que dos años después “le instruyeron [en ausencia] las autoridades realistas”, Sánchez Díaz anotó: “Queda claro que [su incorporación al movimiento insurgente] fue por la invitación que le hizo el comerciante colimense Ramón Brizuela, uno de los primeros en incorporarse”. (Sánchez Díaz, p. 6).
Y ya que hablamos de dicho proceso, habría que agregar que varios testigos radicados en Colima fueron llamados a declarar, y que uno de ellos, llamado Juan José Villasana, escribano público por más señas, precisó lo siguiente:  
“Pedro Llamas, conocido por Regalado, fue originario y vecino de esta villa, y desde que lo sorprendieron (engañaron o convencieron) los cabecillas Manuel (Rafael) Arteaga y José Antonio Torres (hijo), se reunió con su gavilla y concurrió con ellos a las aprehensiones de los europeos, robos de sus intereses y demás excesos que cometieron […] y después se reunió con Calixto Martínez Cadenas…” (Ibidem, p. 9).
Otro testimonio similar que corrobora el anterior y agrega nuevos datos, aparece también en ese mismo proceso y fue expuesto por el español Rafael Guerrero. En él se dice que, habiendo conocido a Pedro Regalado “muy bien”, sabía que se alió con los cabecillas Arteaga y Torres, y que junto con Manuel Regalado (su tío) y Ramón Brizuela, salieron los tres “con comisión de aquéllos por esta costa con dirección a Tepic o San Blas, advirtiendo que el principal comisionado en esta indicada invasión lo fue José Calixto Martínez y Cadenas, y como sus segundos fueron Regalado y Brizuela”. (Ibid., p. 9). 
Por si fuera poco, algunos meses después se supo que Cadenas estaba “casado con María Josefina Morfín”, una muchacha nativa de Zapotiltic, a la que en algún momento posterior (finales de 1811 o principios de 1812) se le levantó otro proceso en Guadalajara “por ser esposa de cabecilla insurgente”. Proceso en el que al ser interrogada sobre cómo, cuándo y con quién, se habían incorporado su marido y otros colimotes al movimiento independentista, ella declaró que Calixto: “nunca le comunicó su intento de tomar partido en la insurrección”; y que, en noviembre de 1810, cuando ella estaba de visita en casa de su papá, en el pueblo del que era originaria, fue “cuando los insurgentes entraron la primera ocasión en Colima, [y] cuando dicho su marido tomó partido”. (Boyzo, p. 37).
Así, pues, tras conformarse ese grupo por no sabemos cuántos otros paisanos más, Martínez, Brizuela, Altamirano y los Llamas se organizaron muy rápidamente para tratar de cumplir las órdenes recibidas, y lo hicieron tan bien que a finales de ese mismo mes (noviembre) ya estaban tomando por primera ocasión el pueblo de Autlán. Toma tras la cual, ya con la incorporación presuntamente masiva del paisanaje de Villa de Purificación y Cuautitlán, decidieron expandir su campo de acción y a principios de diciembre se dirigieron hacia Mascota y San Sebastián del Oeste.

AGUARDIENTE, PAN, QUESO Y CAJETAS.

Por su parte, días atrás (concretamente el 19 de octubre), habiéndose enterado en Colima de la entrada triunfal que El Amo Torres había hecho a Guadalajara el 11, y habiendo ya nombrado a un gobierno insurgente y a un “Tesorero y Depositario de todos los caudales de los europeos presentes y ausentes de esta villa”, Torres, hijo; el capitán Arteaga y el padre José Antonio Díaz, se dispusieron a dejar Colima asegurada e irse a dicha ciudad, pero no sin solicitarle muy formalmente a don Martin de Anguiano, el tesorero, que les entregara la bonita suma de “dos mil cuatrocientos pesos, dándole el correspondiente recibo para su constancia y resguardo”. (Rodríguez Castellanos, p. 60).
Anguiano se los entregó a regañadientes en la mañana del 20, y aprovechó el momento para insistir en que le aceptaran su renuncia al cargo porque varias personas, conocidas suyas, entre las que estaban las esposas de los veinte españoles que ellos llevaban presos, estaban mostrando indisposición en su contra, dando a entender que haría mal uso de los bienes que se le habían depositado.
Los cabecillas insurgentes, sin embargo, tal vez por la prisa de iniciar su marcha, no le aceptaron su renuncia, argumentaron que tenían en él puesta su confianza, y le dijeron que los reclamantes debían de entender que todos “los efectos recogidos” y todo el dinero incautado, era para garantizar “los gastos de las guerras actuales originadas por ellos”. (Ibidem, p. 62).
Sobre ese tema hubo además un curioso intercambio de mensajes que quedó inserto en la colección de documentos de Rodríguez Castellanos, en el que se dice que, estando ya en “la hacienda de San José de Buenavista”, popularmente conocida como El Trapiche, de camino hacia Guadalajara, a los insurgentes se les antojó que, conforme fueran avanzando en su marcha, sería bueno poder echarse unos tragos y comerse como quien dice una botana, por lo que comisionaron a unos individuos para que regresaran a Colima, se presentaran con don Martin Anguiano y le transmitieran la orden de que les enviara “con los portadores”, hasta el punto en donde ellos se hallaren en el camino, en los tres caballos que para eso llevaban, “una carga de aguardiente [así como] también un poco de pan, de lo que vamos escasos (…,] un queso grande y cajetas”. (Ibid., p. 63).
Todo ello aparte de insistirle en que debería poner especial cuidado para administrar los bienes que quedaron bajo su resguardo, y para buscar el modo de que se recogieran adecuadamente las cosechas, sin descuidar la manutención de las mujeres de los europeos.

UNA LARGA FILA DE CAMINANTES Y CABALGANTES.

Aunque nos sea imposible saber qué cara pondría don Martín Anguiano al recibir todos esos requerimientos, documentalmente queda claro que cumplió la orden y anotó los costos en su libro de cuentas.
De lo demás que ocurrió en el trayecto hacia la capital de la Intendencia sólo queda imaginar los campamentos y los vivaques que se tuvieron que improvisar al final de cada una de las cinco etapas que requería el traslado entre la Villa de Colima y Guadalajara, tomando como particular circunstancia el hecho de que la mayor parte de toda aquella gente (y más los indígenas que siguieron el llamado del padre José Antonio Díaz) nunca habían salido de sus pueblos.
En ese sentido, tomando en cuenta algunas antiguas descripciones que nos ha tocado leer respecto a las veredas del Camino Real, y el conocimiento directo que tenemos sobre algunos de los tramos que aún hoy se pueden observar, “vemos”, como si fuera en una película, la larguísima fila de guerrilleros que como ondulante serpiente se tuvo que formar para poder atravesar los peligrosos riscos de las barrancas de Beltrán, Pialla y Atenquique.
Noviembre, además, es el mes en que en la zonas circundantes a los Volcanes de Colima se suele todavía empezar a cosechar el maíz de temporal, y es la época también en la que en todos los ranchos y las haciendas de aquellas hermosas tierras están los ganados gordos por tanta pastura que hay. Así que nada nos impide creer que toda esa gente dispuso de las mazorcas necesarias para proveerse de nixtamal y del ganado suficiente para satisfacer el hambre rezagada.

GUADALAJARA ENTRE LA SORPRESA Y LA DESESPERACIÓN.

Según los números de los padrones parroquiales que don Luis Pérez Verdía pudo cotejar, Guadalajara tenía, en 1810, alrededor de “35 mil habitantes, entre españoles, criollos, mestizos, indios, negros y castas”. Lo que equivale a decir que era una ciudad muy pequeña en comparación a lo que ahora es, pero ya desde entonces la segunda con mayor población, importancia y riqueza de toda la Nueva España, superando en esos sentidos incluso a Puebla de los Ángeles.
Siendo asimismo una ciudad que contaba con algunas de las más grandes industrias de aquella época, y se había convertido en la población que dominaba el comercio de todo el occidente y gran parte del norte y del noroeste del territorio novohispano. Sin haber dicho aún que, contando con el puerto de San Blas como suyo, se abría al mercado marítimo internacional; dándole un mayor atractivo aún.
Pero ese año, sin embargo, los orgullosos habitantes de la que alguien habría de bautizar como “Perla Tapatía”, empezaron a temer que su poderío, su riqueza y su tranquilidad pudieran irse por el cauce del arroyo de San Juan de Dios como se iban las aguas bravas tras el paso de una tormenta: y sus temores comenzaron a convertirse en una realidad, cuando en la mañana del 11 de noviembre, los habitantes del vecino pueblo de Santa Anita empezaron a ver pasar por la calle principal (que no era otra cosa más que una prolongación del Camino Real de Colima), varios miles de hombres, mujeres, niños y bestias de monta y de carga que iban en la abigarrada comitiva del triunfador de la batalla de Zacoalco. Interesante asunto del que tendremos que ocuparnos en la próxima entrega.
1.- Aunque no se tienen fotos de la época, ésta nos sirve para imaginar la larga fila de combatientes insurgentes que por esa estrecha vereda marchó desde Colima hacia Guadalajara.
2.- La caminata entre ambas poblaciones normalmente duraba cinco jornadas, y al final de cada una se tenía que escoger un paraje para pernoctar.
3.- Noviembre ha sido siempre el mes en que en la zona de los volcanes inician las cosechas del maíz de temporal.
4.- Todavía quedan en el actual suburbio de Santa Anita algunas reminiscencias de lo que fue un tramo del Camino Real.





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