martes, 14 de julio de 2020

Vislumbres preludios de la conquista capitulo 2 Por Abelardo Ahumada González

VISLUMBRESPRELUDIOS DE LA CONQUISTA

Capítulo 2Abelardo Ahumada

UNA PREGUNTA OPORTUNA.

En el transcurso de la semana pasada, un perspicaz lector, a quien adivino joven, porque me habló “de usted”, me envió un mensaje en el que, haciendo referencia al segundo párrafo del primer capítulo de esta serie, me comentó: “Oiga, profesor, en las pocas páginas que me ha tocado leer de la historia de Colima, siempre se nos ha dicho que quienes nacimos aquí somos colimenses o colimotes, y usted, en su trabajo, menciona a LOS COLIMECAS (O TECO-COLIMECAS). Esta es la primera vez que leo algo así. ¿Me podría explicar de qué se trata?”.
Esta oportuna pregunta me hizo caer en la cuenta de que algunos de los que escribimos algo de la historia solemos caer en el error de no considerar que entre los lectores hay (sobre todo si son muy jóvenes), algunos que NO CONOCEN los antecedentes del tema que se está abordando, ni las circunstancias de los eventos que se describen y, obviamente, o abandonan la lectura, o la terminan, pero se quedan “en blanco”, o con dudas al respecto. 
En función de eso, y como no tengo ninguna prisa para exponer el contenido de lo que iba a ser el segundo capítulo, lo dejaré para después y, en el ánimo de ubicar a los lectores que no hayan conocido lo que sucedió en el Occidente de lo que hoy es México antes de que irrumpieran en el escenario los conquistadores hispanos, lo primero que intentaré será describir quiénes fueron, cómo eran y en que época vivieron…

LOS COLIMECAS (O TECO-COLIMECAS).

Y para iniciar esto les comentó que también partí de una duda similar: La primera vez que leí el nombre de los “tecos” fue hacia finales de la década de los 80as, en un “fascículo” que en 1968 publicó el padre Roberto Urzúa Orozco, filósofo e historiador colimense, que durante 19 años continuos había estado al cargo de la Parroquia de Santo Santiago en el municipio de Tecomán; y la primera vez que oí hablar de “los colimecas” fue una tarde de 1995, durante un intercambio de opiniones que tuve la suerte de escuchar un rato antes de que comenzara la asamblea mensual de la Sociedad Colimense de Estudios Históricos, a la que acababa  de ingresar. Y quienes hablaban de “los colimecas” eran los profesores Fortino Pulido Salinas, Juan Vaca Pulido, Ricardo Guzmán Nava y el también presbítero e historiador, Florentino Vázquez Lara, quien, aparte, hizo referencia a “los amultecos, zapotlecos y zayultecos”. Entendiendo este redactor que cuando dichos historiadores hablaban de los “colimecas”, de los “teco-colimecas” o “colimatecos” se estaban refiriendo a los antiguos pobladores de la región sur del Volcán de Colima y que, por esa misma razón, los “amultecos” fueron los que vivían en la “provincia de Amula” (hoy por los rumbos de Zapotitlán, en el Llano Grande, del Sur de Jalisco); los “zapotlecos”, los moradores de Zapotlán, actual municipio de Ciudad Guzmán y, como su nombre lo indica, los “zayultecos”, los que vivían en Sayula.
Picado por la curiosidad, algún tiempo después me encontré con el primer tomo del libro “Apuntes para la historia de Colima”, publicado, en 1923, por el muy inquieto médico Miguel Galindo Velasco, gran aficionado a estos temas y a las exploraciones arqueológicas, quien, muy interesado por saber también el origen de los tecos, hizo notar a sus lectores, que esa misma “desinencia”, aunque ligeramente modificada, se halla también en “los toltecas, los aztecas, los zacatecas”, etc. Pero, en su caso, ¿“teco” o “teca” era, simplemente, un agregado para identificar ciertos pueblos que tenían algo en común o tenía algún significado en particular?
Para saber más al respecto, releí el fascículo que mencioné, y que precisamente se titula: “Los tecos, una raza sin historia”, encontrándome con que el padre Urzúa me dio otra sorpresa, por cuanto que, retomando ¿la leyenda? de “las peregrinaciones de las siete tribus nahuatlacas” dice que, después de pasar “muchos trabajos y peligros”, al menos una de esas tribus atravesó nuestra región y “vinieron al cabo de largo tiempo a aportar a la provincia de Mexchoacan (Michoacán), que quiere decir ‘tierra de pescado’”. Y cita para esto al eminente jesuita español Joseph de Acosta, en su “Historia natural y moral de las Indias”, publicada en Sevilla en 1590. Y completa su idea citando a Francisco Xavier Clavijero, famoso jesuita mexicano (maestro de Miguel Hidalgo y sus hermanos y compañeros en el Colegio de San Nicolás, en Valladolid) en su “Historia antigua de México”, en donde asimismo dice que tales tribus: “Del país de los Zacatecas bajaron hacia el sur por Ameca, Cocula, Sayula a la provincia marítima de Colima y después a la de Zacatula, desde donde volvieron a subir hasta Malinalco y de ahí a Tula”.
Para mí, como dije, todo esto no sólo constituyó una sorpresa, sino una revelación, porque nunca, desde la primaria hasta la universidad, había tenido un maestro que afirmara semejante cosa, y caí en la cuenta de que de lo único de esto que se habla en los libros con que nos enseñaron Historia de México en las primarias, era que “las siete tribus nahuatlacas salieron de un lugar llamado Chicomoztoc, en donde, según eso, había siete cuevas, en donde moraban, o a las que iban a adorar a sus dioses. Dioses de los que uno les dijo que salieran de allí a buscar una tierra en donde habría él de darles una señal, y que sería un águila devorando una serpiente, arriba de un nopal”. Noticia sumamente escueta que yo mismo habría transmitido a mis alumnos, de no ser porque procuré enriquecerla con algunas lecturas que hice por mi cuenta.

¿HUBO O NO HUBO UN “REINO DE COLIMAN”?

Me da mucha vergüenza confesar en público que ya con 31 años en mi haber y con un buen número de lecturas caprichosa y arbitrariamente hechas desde que tuve desde niño, el día en que finalmente fui admitido en la Sociedad Colimense de Estudios Históricos, era un ignorante casi total de todo lo que podría ser la historia de mi propia tierra. De manera que, azuzado por los ejemplos vivos que estaba teniendo yo enfrente, decidí ser menos ignorante y continué buscando en mis ratos libres. 
En un momento anterior yo había visto, tras la vidriera de uno de los aparadores “de la muy afamada Casa Ceballos”, en el corazón de la capital del estado, un buen número de libros de autores colimenses. Y volví allá para encontrarme con uno titulado: “El remoto pasado del Reino de Coliman”, que resultó ser básico para mi indagación, y que se debe a la pluma del doctor colimense Jesús Figueroa Torres, quien realizó la mayor parte de su vida profesional en Sayula, Jal. 
Allí se habla de que como algunos españoles no conocían otra palabra para identificar a su monarca que la de “rey”, al referirse a quienes encabezaban a las autoridades de una región, los equipararon con los reyes, y fue así como se hizo común, o coloquial, la nominación del “Rey de Michoacán”, del “Rey de Coliman” y, por ende, de sus supuestos reinos. Cuando la verdad es que en el idioma purepe, la denominación que los michoaques (o michoacanos) le daban a su jefe máximo, era “cazonci”, y que, en el idioma nahua, les daban la de “tlatoani”, si era el jefe de un pueblo, y la de “hueytlatoani”, si era el jefe principal de una región, al que estaban “sujetos” o sometidos otros pueblos. Por lo que “hueytlatoani” y “cazonci” quedaron como sinónimos de “rey”.
Ya otros investigadores se habían topado antes con el mismo problema y, para finiquitarlo de algún modo, unos decidieron no seguirse peleando con la tradición, y continuaron llamándolo “Reino de Coliman”, y otros prefirieron llamarlo “Cacicazgo, o Señorío de Coliman”. Y así a las demás regiones gobernadas por algún “jefe de jefes”.
No deseando quedarme con esas versiones localistas, busqué fuera de aquí, y me encontré con que, de conformidad con lo que escribieron don Nicolás León y don Eduardo Ruiz, dos eminentes historiadores michoacanos de finales del siglo XIX y principios del XX, que estaban muy enterados de los modos de ser de sus ancestros purépecha, afirmaron que: “Teco, para los tarascos, simple y sencillamente significaba mexicano”. Designando así a todos los pueblos que se comunicaban con la lengua náhuatl. 

LA VERSIÓN DE LOS TESTIGOS.

Entre los autores cercanos y lejanos que iba leyendo, aparecían constantemente algunas citas referidas a fray Bernardino de Sahagún, un clérigo fuera de serie quien, habiendo nacido en “la vieja España” a en 1499, o en 1500, vino a radicar a la Nueva a sus 29 años de edad, cuando ya tenía cinco de haber sido ordenado como sacerdote franciscano.
Cuando tomé un curso de Filosofía Mexicana, y otro de la Historia de la Educación en México, recuerdo que ya me había encontrado con fray Bernardino, pero para decir lo cierto, nunca le había hecho gran caso que digamos. Por lo que ahora estoy arrepentido, pues de haberle dado un mejor trato, me habría ahorrado muchísimas horas de búsquedas erráticas, siendo que él fue, el más profundo conocedor de la vida y la obra de los pobladores autóctonos de la Meseta de Anáhuac en pleno siglo XVI, cuando acababa de iniciar el larguísimo período virreinal.
Fray Bernardino fue maestro de latín y otras materias del primer colegio de educación superior que, dedicado a los jóvenes indios de México y sus alrededores, hubo en todo lo que hoy es el Continente Americano y, en 1547, casi 18 años después de haber llegado a México, siendo ya entonces un hábil “nahuatlato”, fue requerido por fray Toribio de Benavente (mejor conocido como “Motolinía”), su padre superior y amigo, para que en beneficio de todos escribiera en náhuatl lo más que se pudiese saber acerca de los pueblos recién conquistados por sus compatriotas.
Para obedecer aquella orden (cuyo resultado sería trascendental), fray Bernardino se valió de siete jóvenes que habían sido sus alumnos en el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco. Jóvenes que habían demostrado tener una gran habilidad para la gramática, y que se caracterizaban por ser trilingües, al hablar fluidamente también, aparte de su lengua natal, el latín y el castellano.
Hizo dos equipos con ellos: uno, integrado por él mismo y cuatro de los más inteligentes, con el que se puso a entrevistar a “diez o doce” de los viejos más sabios “de las cosas antiguas”, escribiendo las respuestas que aquéllos les daban lo más rápidamente que les era posible. Y otro, con los demás muchachos, a los que les dio la tarea de ir pasando en limpio los datos que el primer equipo iba consiguiendo.
El primer gran resultado de todo ese esfuerzo conjunto, lo terminó de organizar el padre Sahagún, en 1565: y se trató de un libro gigante que en cada página contenía, por una parte, “los dibujos” que los viejos les presentaban para responder las preguntas “a su modo antiguo” (mediante escritura pictográfica), y en otra, la transcripción de todos esos datos ¡en náhuatl!
Con todo ese material, muchos años después se formaron al menos tres valiosísimos códices, que se conocen como “Códice Matritense” (porque está en Madrid), “Códice Florentino” (porque se halla en Florencia) y “Códice del Palacio” (porque estuvo en un palacio virreinal de la ciudad de México).
Ya viejo el fraile, enamorado como estaba del contenido de aquel trabajo, y lleno de admiración por lo que durante tantísimas horas de entrevista le habían dicho los veintitantos viejos, se puso también a “romancearlo” (traducirlo al castellano). Terminando tan enorme tarea en 1582, titulando su libro: “Historia general de las cosas de la Nueva España”. El primer gran estudio que, todavía con los sobrevivientes de la catástrofe étnica y cultural que fue la conquista, se llevó a cabo. Convirtiéndose en la más amplia e importante “fuente primaria” de información que existe al respecto sobre los temas que estamos revisando.
Parece que hubo unas pocas copias sacaron de él sus alumnos, pero quedaron desparramadas, sin que se pueda saber en manos de quiénes quedaron, o si terminaron siendo destruidas. El original corrió con mejor suerte porque aun cuando estuvo sepultado en los archivos franciscanos durante poco más de tres siglos, finalmente salió a la luz en España. No siendo, sin embargo, hasta un día de 1929, cuando se cumplían cuatrocientos años de fray Bernardino llegó a México, que don Carlos María de Bustamante logró publicarlo por primera ocasión en nuestro país.
Ya hay, por supuesto, varias otras ediciones más modernas y cuidadas. Y existe una, que está a un precio muy accesible, publicada por la Editorial Porrúa, a la que prologó y comentó con gran conocimiento de todos esos temas, otro eminentísimo sacerdote nahuatlato, el padre Ángel María Garibay, en 1956.
Yo tengo un ejemplar de la décima edición publicada hace 20 años: está organizada y dividida en 12 libros con diferente temática cada una. Y en el capítulo XXIX, del “Libro Décimo”, habla precisamente de lo que hoy estamos comentando.

EL ORIGEN Y LA LLEGADA DE LOS TOLTECAS.

Lo interesante de este capítulo es que al principio del mismo dice: “[Capítulo] que trata de todas las generaciones que a esta tierra han venido a poblar”. Lo cual de suyo me parece interesantísimo. Pero en el apartado número 1 de los más de 140 párrafos numerados que dicho capítulo contiene, precisa, a su vez, que: “Trata de los Tulanes o de los Toltecas, primeros pobladores de esta tierra, que fueron como los Troyanos”.
No voy a referirme a todo su contenido, pero sí a lo que atañe al punto con que iniciamos esta colaboración. Y que, aparte de transcribir, trataré de explicar cuando sea necesario hacerlo:
“Los toltecas, que en romance se pueden llamar ‘oficiales primos”, fueron – según se dice- los primeros [nahuas] que […] vinieron a estas partes que llaman tierras de México, o tierras de chichimecas; y vivieron muchos años en el pueblo de Tullancinco […] Y de ahí fueron a poblar a la ribera de un río junto [a donde estaba] el pueblo de Xicotitlan, que ahora tiene el nombre de Tula”.
Importantísimo testimonio con el que nosotros podemos constatar que, independientemente de las fuentes que Francisco Xavier Clavijero haya podido consultar hace ya casi tres siglos, hay, en lo que dijo, un gran punto de coincidencia entre lo que él mismo escribió, y lo que anotó Sahagún más de 150 años atrás: el de que aquellos pueblos nómadas terminaron por llegar a Tula.
Pero ¿qué tan cierto es que los toltecas pasaron por “la provincia marítima de Colima?
En eso nos enfocaremos en nuestra próxima colaboración.


1.- Francisco Xavier Clavijero, afirmaba que las primeras tribus: “Del país de los Zacatecas bajaron hacia el sur por Ameca, Cocula, Sayula a la provincia marítima de Colima”. Pero ¿tendría bases para decirlo?
2.- En la “Relación de Michoacán” se afirma que los michoaques tenían guerra con los de Coliman, y que cuando capturaban algunos se los comían.
3.- Fray Bernardino de Sahagún, famoso maestro del primer colegio de educación superior para los indios que hubo en América, fue el hombre que realizó el más profundo estudio sobre la vida y la obra de los pobladores de la Meseta de Anáhuac.
4.- Desde 1533 los franciscanos se preocuparon por educar a los hijos de los indígenas de la época. Y con ese propósito edificaron el templo y convento de Santiago de Tlatelolco, que todavía existe en la ciudad de México.  

































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