Sismos, pestes y vendavales en Colima y sus alrededores
Octava parte
COMO UNA NOVELA DE TERROR
Profr. Abelardo Ahumada González
SURGIMIENTO DE LA DIÓCESIS DE COLIMA.
Para que se entienda mejor el contexto en que se llevó a cabo la relación del hechos que sobre la fiebre amarilla de 1883 y 1884 hizo el padre Mariano Tranquilino Ahumada, quiero precisar a los lectores que, desde finales de agosto de 1795, por disposición pretérita de un rey de España que ya para ese año había fallecido, todas las parroquias que restaban de la antigua Provincia de Colima dejaron de pertenecer al Obispado de Michoacán y pasaron a formar parte del de Guadalajara. Permaneciendo en tales condiciones hasta el 11 de diciembre de 1881, cuando el Papa León XIII decidió publicar una bula mediante la que erigió la nueva diócesis de Colima.
En aquella época, sin embargo, las comunicaciones y los traslados entre Europa y México seguían siendo muy lentos, en barco, por lo que la noticia tardó en llegar. Y no fue sino hasta el 18 de noviembre de 1882 cuando, comisionado por el obispo tapatío, Pedro Loza, el padre Luis Michel arribó a Colima para hacer efectiva la decisión papal.
El padre Michel había sido el primer rector del Seminario Conciliar de esta localidad, y en aquel momento era un clérigo prominente del obispado tapatío, fungiendo como Arcediano de la Catedral de Guadalajara, y llegó aquí con todo el poder para hacer los cambios y movimientos que considerara necesarios.
No tengo conocimiento de ningún escrito que describa el recibimiento que se le dio al también Vicario del Obispo de Guadalajara, pero sí hay uno que nos indica que el día siguiente (19 de noviembre) tomó tres importantes decisiones: darle, en primer término, el carácter de Catedral (provisional) al templo de San Felipe de Jesús, mejor conocido como “El Beaterio […] por estar en construcción el templo que debía serlo”. Remover, en segundo, al padre Mariano Tranquilino, párroco hasta ese momento de Almoloyan (como se le seguía diciendo a Villa de Álvarez) al curato de San Felipe, y tercero, designar a él mismo como “Vicario Gobernador” en tanto se hiciera presente el primer obispo.
Y ese primer obispo, también por decisión papal escrita el 15 de marzo de 1883, fue el sacerdote Francisco Melitón Vargas, oriundo de Ahualulco, Jalisco; antiguo párroco de Santa Ana Acatlán y muy reconocido catedrático y orador, quien “fue consagrado el 27 de mayo de ese mismo año”, en la ya entonces “Iglesia Metropolitana de Guadalajara”. Aunque sólo pudo trasladarse a tomar posesión de su cargo en Colima, a finales de junio siguiente, en donde fue muy solemnemente recibido por su “clero diocesano” y la feligresía el día 25.
En su papel de “Vicario Gobernador” le tocó al padre Ahumada oficiar en la recepción del prelado, y entregarle, como quien dice, las llaves de la Catedral provisional, celebrándose cuatro días después la misa solemne en el templo que, ya casi totalmente terminado, se convertiría en la Catedral definitiva.
Y si decidí mencionar todos estos detalles fue porque antes de que el Señor Obispo Vargas cumpliera el primer mes de haber asumido la responsabilidad como tal, empezaron a suscitarse en Manzanillo las primeras, extrañas muertes con que se estaba “inaugurando” la entonces desconocida epidemia, y porque un año después, cuando se produjo el segundo brote, y la enfermedad cobró especial virulencia, el obispo asumió una conducta ejemplar frente a su clero y la gente del pueblo, hasta caer él mismo tan enfermo que a punto estuvo de morir. Pero no nos adelantemos otra vez y “oigamos” mejor qué es lo que nos refirió del caso el párroco de San Felipe Colima, convertido en involuntario cronista de la devastadora epidemia.
Dice José Miguel Romero de Solís, ex director del Archivo Histórico del Municipio de Colima, que el texto que vamos a intentar resumir, obra del padre Mariano Tranquilino Ahumada, se lo proporción el padre Jesús Michel Isordia, al que a muchas personas de mi edad y más nos tocó conocer como Vicario de al menos otros tres obispos.
En uno de sus párrafos el padre Ahumada advirtió a sus posibles lectores que a él también le tocó contagiarse con la fiebre amarilla en septiembre de 1884, que su caso fue muy grave, que se medio recuperó en noviembre y que terminó de redactar el texto el último día de ese mismo año. Todo esto a pesar de que, como secuela del padecimiento, él sentía que aún estaba muy trastornada su cabeza. Advertencia pertinente y nada ociosa porque en el desarrollo de su escrito lo mismo se perciben algunos párrafos muy lúcidos y claros junto con otros bastante confusos y llenos de lo que hoy llamaríamos faltas de ortografía. Hechos por los cuales Romero de Solís se vio en la necesidad de darle una muy buena revisión y de cotejar sus datos con otros documentos. Hechos que por mi parte veo como una novela de terror y en los que pondré mucho cuidado al intentar resumir para ustedes:
LAS PRIMERAS NOTICIAS DE LA EPIDEMIA.
Según, pues, la versión del padre Mariano, todavía se hallaban nuestros bisabuelos “embriagados” por la alegría de que Colima finalmente fuera diócesis y tuviera su primer obispo, “cuando se nos comenzó a decir que” una rara y mortífera enfermedad (a la que ese tiempo no se le llamaba aún fiebre amarilla), “atacaba a los habitantes de Manzanillo y otros puertos del litoral del Pacífico”.
El telégrafo ya estaba funcionando desde 14 años atrás, y fue en septiembre de 1883, cuando por un telegrama que envió el padre Manuel de la Concepción Ramírez, párroco de Manzanillo, en Colima se enteraron él y el obispo de “que la fiebre progresaba [en el puerto] aún entre los miembros de su misma familia”, y más tarde, por otro, que él había sido “atacado por la peligrosísima enfermedad”.
La mayoría de los clérigos colimotes estaban en esos días realizando ejercicios espirituales bajo la guía del obispo Vargas, y éste, sabiendo que entre ellos se hallaba uno de mediana edad y excelente condición física, que durante varios años había sido párroco porteño, lo comisionó para que fuera a auxiliar al padre Ramírez.
El enviado se llamaba Esteban Lara, y ningún reparo puso a la designación, trasladándose a Manzanillo el mismo día en que concluyeron los ejercicios, permaneciendo allá con muchísimas dificultades, realizando un servicio ejemplar hasta que, habiendo enfermado también, ya no pudo hacerlo.
Por su parte, el gobernador en turno (creo que era don Gildardo Gómez) envió a un par de “facultativos” a trabajar también allá. Y entre ellos y otros dos médicos que ahí vivían, estuvieron durante los primeros meses tratando de curar con quinina a los enfermos, porque no se conocía otro modo para atajar o curar la enfermedad que, según eso, “se enmascaraba” asumiendo los síntomas de otras enfermedades tropicales.
Y tan grave fue el asunto que hubo un momento en el que “los caritativos médicos ya no pudieron sostenerse en pie y abandonaron Manzanillo”, quedándose uno en Tecomán y muriendo otro a los pocos días de haber vuelto a Colima, en donde varios de sus familiares y vecinos se enfermaron también.
Afortunadamente concluyó diciembre y con el poco frío que pegaba disminuyó el contagio hasta el grado de dar la impresión de que la epidemia había terminado.
Así llegó la cuaresma de 1884, y con relación a ello, dice el padre Mariano que una gran parte de los habitantes de Colima, sintiéndose tal vez liberados de las tensiones que habían padecido el año anterior, comenzaron a experimentar algo que sólo se podría describir como una vorágine “de pasiones”, pues dieron “rienda suelta a su desenfreno”. Condición que por alguna inexplicable coincidencia aprovecharon “algunas compañías de farsantes” que, procedentes de otras ciudades llegaron a Colima en tan grande número que “faltaban locales para sus representaciones teatrales” y la gente andaba metida en ellas, participando además “en circos, serenatas, pastorelas y tapadas de gallos” con tal entusiasmo y despreocupación como el párroco no había visto nunca. Circunstancia que lo obligó a buscar el modo de frenar aquel “frenesí” mediante prédicas y admoniciones que en buena medida resultaron infructuosas.
Pero cuando llegó junio, arreciaron los calores y se presentaron las primeras lluvias, la enfermedad resurgió con tal fuerza como si fuera “obra de un castigo divino para tantos pecados cometidos”, y no pocos dieron señales de estar arrepentidos.
El hecho fue que en ese mes comenzaron a darse de nuevo los primeros brotes “entre los pobres siempre desconocidos”, y en julio “a darse casos entre personas de distinción”.
“[Pero] comenzó a correr agosto y entonces sí ya no fue posible mantener bajo carácter a la aterradora enfermedad...
“El apremio se apodera de las familias, huyen cuantas pueden a lo lejos y, con especialidad a las poblaciones vecinas como Tonila, Almoloyan, Comala, San Jerónimo (hoy Cuauhtémoc) y rancherías; y en Colima, va la enfermedad llevando como a destajo barrios, sin pasar a otros, y fijándose especialmente en el litoral del arroyo, llamado Río Chiquito”.
“El mal crece... y la tan lamentable fiebre se pasea por la ciudad, como guiada de inteligencia, pues se recogían (se acostaban, se iban a dormir) las familias, enteramente buenas (sanas), y despertaban a tales horas de la noche con el lamento de algunos de sus miembros”.
La fiebre ya no respetó a ningún miembro de la sociedad, y sin importar de la clase que fuera, murieron clérigos, políticos, hacendados, comerciantes, gente adinerada y pobres por todas partes.
Todos los curas – dice el padre Ahumada- tenían miedo a contagiarse; pero como el obispo, sin titubear y sin manifestar ningún temor no escatimaba oportunidad para “sacramentar a los enfermos” y ayudar a los necesitados, ellos, siguiendo su ejemplo, empezaron a agarrar valor, vencieron sus temores y se empeñaron a hacer lo propio.
LA VALENTÍA DEL OBISPO VARGAS.
A mediados de septiembre Manzanillo se quedó como quien dice sin sacerdotes, porque los dos que allí estaban se pusieron tan graves que ya no podían trabajar, y entonces, entendiendo el obispo que dar la orden para que cualesquiera de los otros tuviesen que ir a sustituirlos equivalía a emitir sus sentencias de muerte, decidió no enviar a ninguno e irse él en lugar de cualquier otro.
Así, el día 18, el prelado (que contaba con 52 años cumplidos) escribió un recado y una carta, los dobló y los dejó en algún espacio donde el padre Ahumada los pudiera ver y, teniendo el cuidado de que nadie se diera cuenta de lo que estaba haciendo, a eso de las dos de la tarde, cuando las calles estaban vacías por ser la hora de comer y por la resolana, salió del curato, cruzó la calle hacia la plaza, abordó a uno de los carruajes que solían estar allí para lo que se ofreciera y le pidió al cochero que lo sacara de la ciudad
Pasada la siesta el padre Tranquilino encontró el recado y un sobre en el que, sin mayores explicaciones, su pastor le decía que se habría él de quedar al cargo del gobierno de la diócesis mientras regresaba.
El desconcierto cundió entre los demás curas de la ciudad, puesto que ninguno estaba enterado de nada. Pero a las 7 regresó el cochero que había transportado al señor Vargas y, como era el único que no estuvo durante la tarde en la plaza, le preguntaron si había visto al obispo, y éste les contestó que sí, y que lo había ido a dejar a la hacienda de Tecolapa.
Los curas entendieron, entonces, que el prelado tenía la intención de ir él mismo hasta Manzanillo, y como a esa hora ya había cundido el argüende, algunos civiles se habían acercado a ellos. Por lo que, aprovechando su presencia, les pidieron a algunas personas pudientes el préstamo de sus mejores caballos y, acompañados por algunos de sus feligreses y amigos, dos de los curas más jóvenes y fuertes partieron a galope hacia Tecolapa, a donde llegaron ya cerca de la media noche.
Por lo que el documento indica parece que encontraron al obispo todavía despierto y conversando con el administrador o con algunas otras personas empleadas de la hacienda. De tal manera que los comisionados aprovecharon la oportunidad de platicar con él y conocer su propósito.
Al obtener sus respuestas argumentaron cuanto pudieron para tratar de que volviera a Colima, pero el obispo se negó a hacerlo y a dar la orden de que ellos se fueran a Manzanillo en su lugar. Pero habiendo entendido ambos el porqué de tal actitud, decidieron correr el riesgo de desobedecer al prelado y, habiendo dormido sólo unas pocas horas, los dos padres madrugaron para irse antes de que aquél despertara con dirección al puerto, para brindar su apoyo a los colegas.
Pero al llegar a la hacienda de Paso del Río y cuando se disponían a cruzar la caudalosa y violenta corriente del Armería, no faltó quien les informara que, ya casi al oscurecer de la día anterior, el trenecito de vía angosta que ya para esos días estaba funcionando entre el puerto y Colima, había pasado rumbo a dicha ciudad, trayéndose a las últimas personas que quedaban vivas allá. Por lo que “Manzanillo se había quedado solo”.
No conozco, tampoco, ninguna otra nota o documento oficial que se refiera a este evento en particular, pero aún sí ello fue una “mentira piadosa” que los dichos curas armaron para disuadir al obispo, el padre Ahumada comenta que volvieron entonces hacia Tecolapa, y habiéndose encontrado con el señor Vargas en el camino, le contaron la gran novedad y sólo fue entonces que el prelado decidió volver a su cabecera, donde, por cierto, a los pocos días la epidemia se recrudeció y él mismo fue “visitado por la inexorable (sic) enfermedad”, ya que en su casa cayeron enfermos todos los auxiliares que lo apoyaban, junto con un joven estudiante de Guadalajara y una sobrina suya que habían “venido a visitarlo” y allí agonizaron.
Continuará.
1.- Cuando la fiebre amarilla tuvo el segundo brote y alcanzó su mayor virulencia, el entonces pequeño puerto de Manzanillo se quedó casi totalmente deshabitado.
2.- El padre Mariano Tranquilino Ahumada afirma que en uno de aquellos terribles días el trenecito de vía angosta transportó a todas las personas que aun quedaban vivas en el puerto.
3.- Los dos curas se detuvieron en este antiguo paraje: en la derecha de la foto estaba la Hacienda de Paso del Río, mientras que en la parte izquierda todavía se ven algunas ruinas del casco de la Hacienda de Periquillos.
4.- El padre Francisco Melitón Vargas, primer obispo de Colima, asumió durante la epidemia una actitud verdaderamente valiente y ejemplar.
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