LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA
“SPÈCTADOR” LIBRO QUINTO, CAPITULO SEGUNDO; de los primeros
de agosto a diciembre de 1927)
Florecen y se multiplican los mártires
Sangre escogida.
EL PADRE DON MIGUEL DE LA MORA
Se ha hablado ya del primer sacerdote colimense mártir de Jesucristo Rey, el anciano don Martín Díaz Covarrubias.
Habían pasado apenas un mes y días de este acontecimiento, cuando otro sacerdote, el Pbro. Don Miguel de la Mora, bañó con su sangre la tierra de la ciudad de Colima.
Se le aprehendió en su propia casa, uno de los días de la primera semana de agosto, sin ningún otro motivo, ni real, ni aparente siquiera, que el de ser sacerdote católico y no acatar la Ley Calles; por lo cual se le formó proceso como a enemigo del Gobierno y de sus leyes.
Sin embargo, bajo fianza, se le permitió regresar a su casa; pero con la obligación de presentarse todos los días a la Jefatura Militar, en tanto que seguía el curso del ilegal proceso. Este tendría que dar por resultado, o la formal prisión, o el que se inscribiese el Padre en los libros municipales y, de acuerdo con las leyes de Calles, reanudara el culto en la misma Catedral de Colima, según ya muchas veces se lo habían declarado los perseguidores; porque el anhelo más grande de éstos era romper la unidad de resistencia y ver a la Iglesia de Dios sujeta al Estado.
Al principio, creyó el Padre Don Miguel que no sería difícil su libertad; mas el cerco cada vez se iba
estrechando y vio que no le quedaba más que, o claudicar y reanudar el culto en la Catedral, apareciendo ante el pueblo fiel como cismático, y siendo en realidad un claudicante, o un largo y cruel martirio: su conciencia sacerdotal rechazaba con indignación y al momento lo primero; pero su corazón humano se estremecía ante el cuadro segundo. Concibió entonces un camino intermedio: la fuga, aunque se hiciese efectiva la fianza carcelera y, sin perder tiempo, salió de la ciudad en la madrugada del domingo 7 del mes de agosto.
El proyecto era llegar hasta la ranchería de El Tigre, lugar situado al lado oriente de la sierra del mismo nombre, en donde tenía amigos y familiares y disfrutaría de paz y libertad fuera del control de los hombres de Calles. Le acompañaba otro sacerdote, quien en años anteriores había sido párroco de Purificación, Jal., el Padre don Crispiniano Sandoval, ya de edad y de aspecto apacible.
Después de más de una hora de camino, cuando ya había amanecido, llegaron ambos sacerdotes a la ranchería de Cardona, en donde había muchos agraristas enemigos, pero los Padres fugitivos, por el hecho de ir disfrazados, creyeron no ser reconocidos como sacerdotes, y se detuvieron, por unos momentos, para tomar algún alimento y poder proseguir su marcha.
Tomaban una taza de café, cuando algunos de los enemigos empezaron a sospechar de ellos, dado su porte digno y no vulgar, y al punto los aprehendieron y, custodiados, los hicieron regresar y los entregaron en manos de los militares. Envuelto en un humilde cobertor, él Padre don Crispiniano Sandoval
caminaba a pie detrás de los soldados que conducían al sacerdote Don Miguel de la Mora, perfectamente identificado ya. Una y muchas veces se le quiso obligar a apresurar la marcha; pero dada su edad, esto no le era posible, y le fueron dejando los soldados que marchase cada vez más atrás. Por otra parte, no estaba identificado y no tenían en su contra saña especial.
Así llegaron a la ciudad y atravesaron la calzada de la Piedra Lisa y, en una de tantas callecitas a lo largo de las cuales caminaban...
Continuará
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