LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA
Spectator LIBRO SÉPTIMO, Capítulo Sexto La primavera del movimiento (1928 -mayo a diciembre), NIÑOS MARTIRES
“MANUEL HERNANDEZ Y FCO SANTILLAN, BENEDICTO ROMERO”
Viene de la edición # 525 Cap Septimo.
CONTINUA SOBRE EL ASESINATO DEL NIÑO MANUEL HERNANDEZ?
Desde su ingreso al Seminario, más aún cuando la Congregación Mariana fue fundada y fue congregante, tuvo verdadera sed de santidad, hambre de vida divina bebida a torrentes en el ejercicio heroico de la virtud.
Yo quisiera poder ser santo -expresaba en sus pláticas íntimas al que esto escribe. Si uno pudiera tener -decía en una ocasión- el privilegio de conocer a algún santo, de ser compañero de algún joven santo, entonces sí que no sería demasiado difícil ser también santo; pues con sus ejemplos y con su amistad, con un poco de esfuerzo, oyendo sus consejos e imitándole de cerca en su modo de vivir, podría llegar uno a ser lo mismo.
Y este deseo de santidad, cada vez más ardiente, con la gracia de la Comunión diaria, con el trato íntimo con Jesús Eucaristía, vino a convertirse en incendio y en esperanza, cada vez más firme.
Pocos días antes de su muerte, ya en todo su apogeo la furia de la persecución religiosa, ya laureados con la gloria de una muerte sufrida por Cristo, Tomás de la Mora, Rafael Borjas y muchos de sus amigos y compañeros a quienes santamente envidiaba, él así bromeaba entre sus amigos, en la casa misma de los Borjas, hermanos del Mártir Rafael:
Dentro de poco yo tengo que ser, ayudándome Dios, algo muy grande. Felicítenme.
- ¿Vas a ser Señor Obispo? -le dice alguien por ahí.
- ¿Señor Obispo? No ¡Qué va! ¡Yo no ambiciono eso, ni tengo que serlo!: Dios va a hacer de mí algo mucho más grande. Ya verán, ya verán. Eso sí que lo estoy esperando y lo quiero.
Es que él preveía, con claridades de cielo, su próxima glorificación, la glorificación de su sangre derramada por Cristo, al amparo de la dulce Madre a quien tanto había amado desde muy pequeño con amores muy tiernos.
Ese su próximo vuelo al cielo, arrancándose de la tierra y de sus amigos que aquí quedaban, era para él algo seguro que preveía y que preparaba.
Aun en esas últimas semanas fue a retratarse para dejar a sus amigos una foto de recuerdo.
Manuel Hernández nunca fue soldado cristero: jamás anduvo con las armas en la mano. Su celo en pro del Movimiento Cristero lo ejercitó en la misma ciudad de Colima, de la cual nunca salió.
La familia que lo acogió cuando llegó al Seminario para proveer de su alimentación y de lo que necesitaba como estudiante, fue la de don Ignacio Parra y doña Lupe Silva de Parra, su esposa. Allí estuvo él como si hubiese sido hijo de familia aún después de clausuradas las clases de su Seminario, y allí, en el taller La Ideal, propiedad de los mismos señores, trabajaba en sus tiempos libres.
Cuando el culto público de los templos se suspendió en toda la Nación, en vista de lo inaceptable de las leyes persecutorias del Presidente de la República, general Plutarco Elías Calles y el pueblo católico, dirigido por la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, principió a luchar, primero, con los medios legales: ocursos, protestas, manifestaciones, boycot ... etc., él fue un valioso elemento que trabajó y luchó. Y luego, cuando agotados todos los medios pacíficos, no quedaba otro recurso que las armas, Manuel Hernández fue eficaz cooperador de sus hermanos los armados, personalmente ayudando -con sagacidad y diligencia- a sacar de la ciudad, municiones, ropa, comestibles, medicinas y demás cosas de que era menester proveer al Ejército Cristero. Continuará EL ASESINATO DE FRANCISCO SANTILLÁN, en capitulo 7°
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