LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA
PASTOR BONUS.
Termina libro primero capitulo siete
¡Cuántas veces se le ofreció un Salvoconducto para ir a establecerse a la ciudad de México o al extranjero, y siempre rechazó indignado y con prontitud, sin vacilar un momento, cualquier clase de oferta!
Fue nuestro Obispo el heroico piloto que no dejó un momento su barquilla; fue el pastor bueno de que habló Cristo en su Evangelio, que no dejó solas a sus ovejas, cuando los lobos atacaban al redil; que prefirió quedar con ellas antes que huír y ponerse a salvo. Así vivió el Obispo de Colima los tres años que duró la persecución. El que esto escribe contempló la vida del Sr. Obispo en la montaña: una rústica choza de labriegos, ya aquí, ya allá, ya en una sierra, ya en otra, era su habitación. Cuando amenazaba peligro, no pensaba en más refugio que el barranco o las oquedades de la montaña; un sacerdote y dos seminaristas eran su compañía, a saber, el Padre D. Crispiniano Sandoval y los hoy Sacerdotes J. Jesús Cuevas y J. Jesús Marín.
También sufrió hambres, fríos, carestía aun de los más indispensables recursos. Hubo veces que el delicado anciano, ya al caer de la tarde, estaba sin tomar ningún alimento porque aún no había sido posible encontrar para él nada apropiado que no le hiciese mal. Su vestido era remendado; pero digno y sacerdotal. Nunca dejó su alzacuello clerical y su vestido talar, o al menos, un abrigo negro que le llegaba a las rodillas. Con sus propios ojos el que esto escribe contempló docenas de remiendos y zurcidos en su vestido humilde. Era este anciano y santo Obispo la imagen de aquellos Obispos Santos de los tiempos primeros del Cristianismo que también supieron de huídas, de privaciones, de vida de montaña.
Y tampoco dejó jamás su reglamento de vida sacerdotal muy suya: madrugaba siempre y a la claridad de alguna candela humilde, antes de la luz del día, hacía su oración, larga, silenciosa. Después celebraba la Santa Misa sobre su altar portátil, humildísimo como el de un anacoreta. Cuando amanecía, ya él había terminado la celebración del Santo Sacrificio. ¡Cuán devoto y humilde lo encontraban en su acción de gracias, los primeros rayos de la luz del sol, cuando besaban los pinares y los riscos de la sierra!
Administraba los Sacramentos a quienes podía y casi nunca omitió el rezo del Santo Rosario con los rancheros, pocos o muchos, que conocían su escondite y se agrupaban en torno de él, explicándoles siempre algo de la doctrina cristiana. Su lecho era humilde y duro catre, como el catre de un misionero o de un soldado.
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